-Dublín era y será siempre la mejor.
-En eso tienes razón. Ninguna controlaba el ritmo como ella, hacía lo que quería de principio a fin.
-Y era tan elegante. Se movía tan bien, parecía que no le costara ningún esfuerzo…
-¡Mucha clase!
-Eso es lo que siempre me dice Miguel, pero yo no creo que fuera mucho mejor que la Condesa…
-Haz caso a tu tío, ¡coño! Nunca por aquí volveremos a ver a una perra igual que Dublín.
Aquellos hombres podían seguir platicando durante horas en la coqueta tribuna del Canódromo de la Meridiana de un pasado que mitificaban y que habían ido construyendo a partir de relatos orales. Historias mutantes que cada tarde de carreras sumaban un detalle, una ilusión, un escupitajo en el suelo, añadían una anécdota de perros veloces para darle un nuevo giro argumental, mientras en la pista se sucedían las carreras de galgos.
Esa cultura oral de un puñado de hombres maduros, algunos preferirían llamarlos acabados, con sus códigos y sus reglas, sonaba como los ángeles para un neófito como yo. Su melodía me atrapó desde que puse los pies por primera vez en el canódromo, a principios de 2005, en un momento en el que todavía pensaba que el periodismo iba ligado íntimamente al sexo, las drogas y el Rock and Roll.
La cerveza fría a un euro, las apuestas a uno con cincuenta, y la pasión de los galgos en su persecución de la liebre de plástico por el circuito ovalado era una oferta cautivadora. En esas gradas semivacías y de diseño, un premio FAD que durante unos años salvó el Canódromo de las zarpas del totalitarismo teñido de verde, en un ambiente entre proletario y canalla, más Atlantic City que Las Vegas, hallé una suerte de escondite, un oasis al que acudía las tardes de libranza, después de haber trabajado el fin de semana persiguiendo al president Maragall o al consejero tripartito de turno.
La vida de esos aficionados a un espectáculo que languidecía lentamente y tenía mucho de otra época, me parecía más real y estimulante que los tejemanejes políticos. No hacía mucho que había empezado a trabajar en la sección de política y sufría en carne propia la adaptación de un pipiolo aún idealista a aquel juego de poder. Fueron tiempos emocionantes, cierto, en pleno tobogán tripartito y con el inicio del proceso estatutario, amén de muy duros. Recuerdo la cara de menosprecio de algunos políticos que tenían edad para ser mis abuelos ante aquel chavalín, los horarios imposibles, las puñaladas traperas de algunos colegas y la sensación de que toda esa vorágine podía devorarme en cualquier momento. Sin piedad.
Busqué entonces nuevas sensaciones y motivos para el olvido, sumergiendo en la canalla condal, donde el Canódromo, el último que resistía en funcionamiento en España, ocupaba su particular rincón junto bares con olor a Tetuán, salas de baile con luces rojas, bingos, campos de fútbol, el casino y los tendidos de la Monumental.
Siempre solo, porque cuando uno descubre un escondite como el Canódromo con el tiempo aprende a protegerlo, acudía asiduamente a aquel recinto, donde me dejaba caer en alguna esquina de la tribuna para beber en silencio cervezas frías, apostar y escuchar las leyendas de perros voladores que explicaban hombres de trajes caducos y relojes dorados, jubilados en su mayoría, jóvenes porretas, buscavidas, gitanos y niños sin ganas de hacer los deberes. Una peña con la que compartía el secreto del Canódromo. Eran una buena compañía: ni te miraban ni les importaba demasiado los motivos que te llevaban hasta ese lugar una tarde de miércoles. Hombres como Gabriel, ese cuarentón de americanas roídas que a pesar de su pinta de no haber dado nunca palo al agua tenía siempre una billetera abultada y aseguraba regentar un boyante negocio de antigüedades en los Encantes.
Recuerdo ahora esas tardes de perros, con la nostalgia del que vivió una ciudad que desaparece, al leer en la prensa que las autoridades que se encargan de preservar nuestra mente y costumbres de la barbarie, una devoción que no agradecemos suficiente, siguen sin saber que hacer con el Canódromo que cerraron para contentar a los animalistas, dejando en el paro a 56 seis trabajadores, 700 lebreles y huérfanos de pasatiempos a los jubilados del barrio. Una ciudad Meridiana que hoy es conocida como “Ciudad desahucio” por la cantidad de familias que han sido expulsados de sus casas por los usureros de diseño, dueños del siglo XXI.
Mientras la dudas de los responsables políticos continúan, el centro de arte moderno que tenía que ocupar las instalaciones del Canódromo ha quedado en el limbo, aunque su director hasta hace unos meses, el historiador suizo Moritz Kung, supo al menos sacarle provecho al cobrar durante casi dos años un sueldo de 5.500 euros al mes por no hacer nada.
No me he acercado al Canódromo desde su cierre, como tampoco lo he hecho a la Monumental desde que prohibieron los toros y evitó siempre que puedo los terrenos del viejo campo de Sarriá, pero creo que ha quedado como una rareza para turistas y nostálgicos, mientras las leyendas de perros voladores se pierden en el olvido. Así es nuestra Barcelona de diseño y animalista.
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