UNA HISTORIA DE GARAJE

En el mismo edificio que yo trabaja también una mujer guapísima. Es una alta directiva de una consultoría que pasa el día dos plantas más arriba. De vez en cuando coincidimos en el ascensor. Un día ella llevaba mala cara, estaba pálida y se apoyaba en la puerta con pose desmadejada. ¿Te encuentras bien?, la pregunté. Buscando las llaves del coche en su bolso de Prada me dijo que no, que estaba mareada. Y yo, que vi allí la oportunidad de mi vida, me ofrecí a llevarla a su casa en su coche y luego volver a la oficina en taxi para recoger el mío. Me miró de arriba a abajo y, en plena náusea, accedió. Me vomitó en los zapatos. Su coche resultó ser un todo terreno, uno de esos que, comparado con el mío, era como conducir un trailer, y encima automático. A la segunda columna ya me había cargado el retrovisor derecho y arañado la puerta. Me bajé apurado para comprobar los daños. Ella, rápida como un felino, se había pasado ya al asiento del conductor. Déjalo, no te preocupes, ya me encuentro mejor. Y debía ser verdad porque había recobrado el color en las mejillas. Luego subió la ventanilla y se quedó un rato hablando sola. Fui incapaz de leer sus labios, pero me lo pude imaginar. Otras veces hemos vuelto a coincidir, pero ya nunca alargamos la conversación más allá de un protocolario saludo.

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