Amor es una de esas películas sencillas en apariencia (dada su puesta en escena y la aparición de muy pocos actores), pero con numerosos detalles que revelan la eficacia y el talento de Michael Haneke en la dirección. El prólogo ya nos plantea un enigma: las autoridades irrumpen en una casa que, al parecer, apesta, y encuentran a una anciana muerta en la cama; nosotros, los espectadores, sabemos que en el mismo piso debería haber un hombre, el marido, pero no está, o la cámara no lo muestra. La pregunta que queda es: ¿dónde está el anciano?
Tras ese prólogo, Haneke nos enseña la vida rutinaria de un matrimonio de ancianos burgueses: se arreglan, van a un concierto, toman una copa, cenan… su existencia es pacífica y agradable. Pero en seguida, igual que los bomberos irrumpen en su casa en las primeras escenas, la enfermedad irrumpe en sus vidas y se cuela en el hogar, lo que significa, como en cada enfermedad degenerativa, que todo va a mutar, desde la disposición de las habitaciones (sobrecoge ese plano fijo en el que dos operarios colocan la cama electrónica de hospital, modelo de cama que conozco bien porque dos mujeres de mi familia pasaron sus últimos días en una similar) hasta las rutinas de los ancianos (ahora ya no hay ritual para irse al teatro o a un concierto: ahora el ritual consiste en cómo apañárselas ambos, con la mujer medio paralizada y el hombre teniendo que acostarla, cambiarle los pañales o facilitarle los movimientos por el piso).
En su notable crítica para el número de enero de Dirigido Por, Israel Paredes apunta, entre otras cosas, lo siguiente: Sí, Amor puede llegar a producir rechazo. Y en este rechazo encontramos gran parte de lo que Haneke busca con su propuesta, evidenciar que entre gran parte de la sociedad europea (y cuanto más burguesa, todavía más) la vejez se ha convertido en una suerte de tabú del que nadie quiere hablar. Porque Amor no sólo habla de la enfermedad en el último tramo de la existencia de una persona (encarnada con naturalidad por Emmanuelle Riva, que logra algo muy difícil: parecer una enferma de verdad en sus reacciones, mostrándose irascible o estimulando nuestra piedad, dependiendo de la situación), sino que también nos habla de la dificultad de ser viejo (y ahí entra el espléndido Jean-Louis Trintignant, sobre quien recae el peso de la película y cuya interpretación es de Oscar aunque no lo hayan nominado: un viejo que se mueve despacio, que está cada vez más solo, al que le cuesta horrores incluso capturar a una paloma que se cuela en casa).
Y todo esto lo filma Haneke con esos planos fijos que son característicos en su obra, como si fuera un voyeur que quizá disfrute del espectáculo de la decadencia, o que simplemente nos planta ahí para que digamos: Es la vida, no hay máscaras ni mentiras, es lo que sucede cuando iniciamos el declive. En ocasiones, incluso, parece que estemos ante una película de terror. Un peliculón, pues, se mire por donde se mire (aunque, eso sí, bastante duro, como suele ser el cine de este cineasta). Cierro con estas palabras de Israel Paredes, en la misma revista: Haneke muestra cómo la enfermedad es rápida aunque morirse es sumamente lento, algo que el cine normalmente ha olvidado o soslayado convenientemente.