Ahí estaba yo: escondido bajo las almohadas, paralizado por el miedo y la penumbra de esa fría noche de enero, sin fuerzas para gritar y pedir auxilio a mis padres. Un estado de excitación provocado por esa presencia amenazante, inesperada. Permanecía desde hacía unos minutos observándome desde el umbral de la habitación, en un silencio sólo roto por el respirar amargo del hombre crepuscular. Fueron momentos eternos que todavía recuerdo. No levanté la cabeza, no osé mirar hacia la puerta. Tampoco él quiso acercarse y prefirió hacer bien su trabajo. Cumplir con su misión milenaria. Así, ya con las luces del alba, y cuando el ático seguía en silencio, brinqué de la cama y me dirigí corriendo al salón. Estaba repleto de regalos y las tres copas con vino tinto que la tarde anterior con mamá habíamos dejado cuidadosamente sobre la mesa de madera, obsequio de cortesía para los tres reyes magos, amén de los cubos de agua para los sufridos camellos, vacíos. Respiré hondo. Y una amplia sonrisa cubrió mi rostro. Baltasar no me había fallado. Esta vez tampoco.
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