Últimos reyes

Avancé por el pasillo. Las sombras me tendían emboscadas. Hacía unos instantes, desde la cama, había oído ruidos sospechosos. Pasos, murmullos, puertas. Resoplidos profundos, de camello. Irrumpí en la sala con los pies descalzos y el pulso galopante. Pero no había nadie. Sólo el árbol enredado entre lianas de luces. Con las ramas ligeramente temblorosas, como si una ráfaga acabase de sacudirlas. Al pie del tronco destellaban los paquetes. Me detuve a medirme frente al árbol. Acerqué la nariz a una rama, me toqué la coronilla. El año anterior, por esas mismas fechas, mi cabeza alcanzaba una rama más baja. Entonces me lancé al suelo y removí las cajas. No me costó reconocerla. Respiré hondo, miré hacia el pasillo: al fondo tintineaba el silencio. Desgarré ansiosamente el envoltorio, como el depredador que despelleja a su presa. Comprobé que no me equivocaba. Sostuve el regalo que tanto había deseado. Lo elevé ante mis ojos. Era eso, eso, eso. Al fin lo tenía. Esperé a que me viniese alguna lágrima. A que se me erizase la pelusa de la nuca. A que me entrase un cosquilleo en el estómago, algo. Pero me pareció que no sentía nada. Nada, salvo un peso entre los brazos. Devolví el paquete al suelo. Traté de reconstruir el envoltorio. Y con las mejillas iluminadas, de rojo a verde, de verde a rojo, obtuve la primera conclusión de mi vida. 



(versión corregida y reducida de “Una rama más alta”, cuento del libro Hacerse el muerto; Páginas de Espuma, Madrid y México DF, 2011.
Ver cortos basados en el libro: uno, dos y tres.)

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