Lo que voy a pedirte no se pide
ni se dice en una vida ni en varias.
Porque es el exacto ruego de los ahogados últimos,
es la cosa que no
llega a ser nada más que un vago intento,
una presunción de materia
entre el grito y la furia de lo que sí que existe;
la lluvia, el mar, los árboles talados
que esperan en la nieve.
Esto que quiero decirte hoy
se murmuró en las cuevas con terror,
en noches de noviembre cuando noviembre aún
estaba por descubrirse
y la gente se reunía porque no había otra cosa
que la gente, el calor de la miseria compartida.
Es el mismo favor que viaja lento,
todavía, bajo las masas heladas que amaron los pioneros,
donde no ha nacido nadie y al final han muerto todos.
Es también
el mensaje que encontraron pintado sobre proa
de un buque sin tripulantes
ni pasajeros, que atravesaba a solas el Pacífico
persiguiendo las noches maoríes;
estaba escrito en el dialecto peligroso
de los pájaros extintos,
con las palabras bárbaras
que supieron domar los pueblos fieros
que conquistaron el sol
y luego ya no fueron nada:
mayoristas sin mácula en las islas
del mar Mediterráneo.
Vendrá la amenaza
persiguiendo mis palabras, exigiendo tu silencio,
vendrá la duda y debes recordar
–en el centro del miedo trata de recordar–
que lo más improbable era nacer
y que encontrarte después
–descubrir cómo encontrarte–
era aún más difícil.
Así que piensa en los pozos
de las vastas llanuras cuando escuches el viento
–lo que voy a pedirte–,
cuando ponga en mi boca
la sencilla pregunta de los tiempos sencillos.
B. C.