¿A quién entregaremos nuestro mundo?

Cierro por dentro y enciendo la luz del recibidor minúsculo; por fin en casa, después de ver “Fin” con Borja (penosa adaptación de la novela de Monteagudo) y cenar con mis padres, consciente de la soledad con la que me protejo. Cuelgo el abrigo en el perchero, tiro el bolso con descuido sobre el sillón y pongo la televisión donde Jesús Vázquez, con una chaqueta que me recuerda la tela de los trajes de fallera, no para de gritar. Mientras me desvisto y me lavo los dientes, me doy cuenta de que, en el programa que presenta, todos gritan; pero no lo quito: aunque me molesta, forma parte del planeta que he ido construyendo durante los últimos años.

Llega sin más.

No elegimos a quién entregaremos nuestro mundo.

El mío, de cincuenta metros cuadrados, se sostiene sobre demasiadas palabras y, al mismo tiempo, lleva mucho tiempo inmerso en un silencio de profundidad marina. Le falta una lamparita en el salón, que vele la rotundidad del plafón del techo; y un toque femenino, cuya ausencia Vitu siempre me recrimina, cada vez que viene a tomar café y ve el colgante que me regaló en un cumpleaños decorando la pared.

No esconde demasiados secretos, pero sí cierta pereza vieja a deshacerse de los vicios pequeños e inconfesables, a compartirlos o negarlos, como se finge no conocer a un compañero de la infancia en el colegio si tememos que pueda ponernos en evidencia... no son las grandes perversiones las que nos delatan, tienen algo de espectáculo que las suaviza, sino las minúsculas, aquellas que cometemos de manera mecánica, tumbados en el sofá. Hacer un inventario de estas últimas puede resultar interminable.

Pero no permitiré que me detengan, ni siquiera ellas.

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