LAS LÁGRIMAS DE LA MUJER SE JUNTARON CON EL CANTO DE LAS MUSAS

 
Salomé. Cranach, El Viejo
 
Basado en un verso de Nicolai Gumiliov
Escrito bajo la influencia de la garganta rota de la Argentina


Él, blanco como el picón que agoniza,
la piel retraída; los brazos como las jambas de una puerta;
los ojos abrasados en pan de maíz; el cabello, ya, arpillera exenta del antiguo color sarmiento.
Compareció en la sala, mecido por ocho hombros,
su ataúd de madera de guayaco,
entrando los pies por el mismo camino del hogar, invertido un año antes.

El héroe retorna a casa, masticaron los dientes de una vieja,
 
que oraba a los dioses,
que encendía mirra
y repartía leche dulce en odres viejos entre aquéllos que fueron a honrar al muerto.

La esposa comenzó a aullar, envuelta en una túnica de crêpe negro que mordía,
los hilachos cayendo sobre su boca, tiñendo la barbilla y los pechos duros, que nunca más tocará, que nunca más tocará, decía, gritaba.
La ancianas le daban sorbos de tequila -José Cuervo, dicen- y ella bebía el alcohol y devoraba los puñados de sal para deshidratarse y no sentir.

Las sibilas bisbiseaban...
-Menos mal que no se suicidó como Hemingway
-Con una Boss&Co...
-Sí. Acostumbraba a matar leones en África. El americano también era un salvaje, un felino, el gran mamífero. Utilizó el mismo método que con las panteras. Las costumbres son costumbres hasta para el final.
-Está el héroe guapo de muerto. La flecha fue justo al pecho. Le han ocultado la herida con los collares de respeto. Nadie dirá que fue un hombre injusto.
-Hubiera sido mejor que muriese unos siglos después, cuando se inventara el revólver. Dolerá menos que la herida, sangrante, la carne viva y él mirando hacia abajo, viendo el pecho abierto, el corazón antes rimbombante, alertargándose, poco a poco. Hasta dormir. Menos mal que no vivió en el tiempo de los relojes, le hubieran torturado con testamentos y unciones.
-Así está bien.
-Así está bien.

Mi cuerpo pasará hambre, mi cuerpo pasará hambre gritaba la esposa, acostada encima del héroe,
 
tapándolo con panes recién hechos,
con almíbar;
metiendo los votos matrimoniales en la herida de muerte,
vertiendo cera sobre el rostro para petrificarlo.

Yo quería ser la mujer de las odas, la paciente que aguarda, la que seca las lágrimas, la que ablanda su vientre, la que ruega al insomnio para que venga a ella, la que hace crecer a los laureles con la sangre menstrual.
Cuánto habrás sufrido mientras tus soldados te bebían el plasma que se iba,
padeciendo la humillación de la derrota, orgullo mediante, nadie a quién confesarlo
recordando por última vez el sabor del Macallan, los labios de tus concubinas, la grasa de la presa que cebaron en tu honor.
De qué color sería tu último pensamiento, el que a mí dirigiste, azul Klein, marrón ciervo, terracota o arcilla.

Mientras la ciudad apagaba sus luces en honor del héroe y los sacerdotes ensayaban el funeral
mientras los hombres rompían aquellas lanzas con las que combatieron
y los hijos aprendían de memoria los hechos del fallecido
mientras los viejos grababan su nombre en el panteón
y las plañideras acudían de los pueblos cercanos

el hombre, que no el guerrero, yacía desnudo en otro lugar, rodeado de doncellas,
a la vez que las Musas bebían su semen, derramaban las cabelleras entre sus brazos,
gritaban por el placer del peso de aquel cuerpo
y él reía feliz, feliz
y ellas se complacían por la sabia decisión de mandarle la flecha de la Muerte al último héroe.

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