kristamas klousch |
A veces, tenía la ilusión de preparar mi bolso con algunas pocas cosas; muy pocas en realidad, nunca he sido una persona que haya tenido muchas pertenencias materiales y tampoco me ha importado demasiado pero sí decía, soñaba con llenarlo de piedras multicolores (colecciono piedras un habito que no puedo quitarme y que se acrecienta con el paso del tiempo), papeles y lapiceras para escribir, pañuelitos de tela de esos de antes de los que bordaban las abuelas, ahora la mayoría son descartables: “use y tire” como una metáfora de la vida misma: “ey ya no me sirves amigo, te uso y te tiro”; alguna fotografía sepia de un paisaje y flores secas. En lo posible un librito amarillento de algún autor especial y dentro de él sí, las flores ya mustias señalando una página.
Y así, largarme a la aventura sin rumbo fijo mi alma entera y mi bolso con sus porquerías dentro. Con el cielo ancho bendiciendo mi caminata y alguna que otra mariposa atravesándose por entre medio de mis manos al acercarme a sentir el aroma de una planta.
Hoy no poseo siquiera un bolso. A cada paso que doy retrocedo cuatro y aunque mi jardín es amplio los jazmines no se deciden aún a asomarse. Mis ojos están más negros y dilatados que nunca y la piel me sangra vacío.
Suelo sentarme a menudo en el Puerto a ver los pequeños barquitos que están amarrados. Mi espíritu y yo. Nadie más. Un cigarrito de marca francesa y el deja vú de unas palabras que me dijo una vez alguien al que nunca vi:
“El precio de la libertad, es la soledad.”
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