El Pequeño Premio Nacional

Me divierte bastante este tema. Para qué negarlo. Javier Marías rechaza el Premio Nacional y se monta un buen follón.

Debería tener una opinión, pues parece que para eso se escribe, para tener opiniones, y para repartirlas, como repartía mi abuela los granos de maíz entre las gallinas, siseando mucho, lo que me daba siempre unas ganas de orinar repentinas. No tengo ninguna opinión, no opino de lo que me importa un bledo. Es una comedia estupenda y poco más. No veo que tenga que hacerme una opinión al respecto porque los veinte mil euros que no se ingresa Marías no son unos veinte mil euros que me incumban en absoluto. Es un asunto divertido, como puede serlo una discusión vecinal entre señoras, y un asunto triste, porque han ganado buenas obras este premio antes, mejores seguramente que el libro de Marías, y al rechazarlo se devalúan en cierta manera esas obras. Se podría decir que estos rutinarios chantajes estatales en forma de premio comprometen cualquier palabra que se escriba a posteriori, o incluso que se haya escrito. Quizá sea así. Cómo no arruinarse la mejor rabia para escribir, por ejemplo de los pasmarotes del Gobierno, cuando no sólo los hemos conocido en persona, encontrándolos encantadores y merluzos, y nos han entregado un cheque maravilloso. En realidad da igual todo esto.

Forma parte de la comedia de la literatura que a su vez forma parte de la comedia de la vida. Es un mundo de actorcillos con peluquín y polvos de talco en los hombros, que se quitan y se dan honores y cheques para enmarcar unos a otros. Una lucha intestina, y hablando de intestinos, todos rebosan una paciencia peristáltica, se agrietan en sus mesas camilla calculando los honores que se les debe. Está muy bien, se ven las mismas miradas asesinas en otras profesiones, en todas. Sólo a que los escritores se les ve más, la vanidad les luce mucho porque todo son focos sobre ese señorío.

Hay que buscar también este rechazo de Marías hijo (como le llama Trapiello, lo que al oído puede acabar siendo una tal María Seijo) en la actitud de su admirado Thomas Bernhard para con los premios en general, y los estatales en particular. Puede que no exista un autor contemporáneo que haya sentido (y escenificado deliciosamente) su oposición al Estado de una forma más contundente. Hasta el punto de prohibir durante la vigencia de sus derechos de autor (esos setenta años) "toda representación, publicación o impresión de su obra en Austria". Bernhard era austríaco y se podría decir que el amor/ odio visceral a su país, su "cárcel/ patria", es uno de sus temas recurrentes. Hace un par de años publicó Alianza una serie de escritos inéditos de Bernhard centrados en los premios que había recibido a lo largo de su vida. Además del discurso pronunciado en la recogida del llamado Premio Nacional Austríaco de Literatura, llamado por Bernhard el Pequeño Premio Nacional, para diferenciarlo del llamado Gran Premio Nacional (que en España podría ser el Cervantes), narra en ese texto las dudas y los remordimientos que tuvo cuando aceptó el tal premio.

A Bernhard le parece humillante que se le conceda el Pequeño Premio Nacional "a una edad a la que normalmente no se recibe ya, cuando lo habitual es recibir ese premio ya a los veintitantos", y no el llamado Gran Premio Nacional, "que se concede por lo que se llama la obra de una vida." Bernhard acepta el premio, de todas formas, por mucho que lo deteste, dice, para no ser "aguafiestas", y también por el dinero, "veinticinco mil chelines de entonces, que yo, endeudado hasta las cejas, necesitaba con urgencia." Qué hermoso debate interior; la náusea o la pasta. Resuelve que ambas, se queda con las dos, pues no puede librarse de la náusea que le provoca recibir tal premio y al mismo tiempo no puede renunciar a la pasta. A su alrededor, familia y amigos, le recomiendan que recoja en paz el premio, que no le dé más vueltas. Pero el pobre Bernhard se expone una y otra vez a la humillación de explicar qué premio había recibido: "Las personas que me habían hablado del premio creían todas, naturalmente, que había recibido el Gran Premio Nacional, y cada vez tenía que pasar por la penosa situación de tener que decirles que se trataba del Pequeño Premio, que había recibido ya cualquier imbécil que escribía."

Ni siquiera le agrada el Gran Premio Nacional, que había sido concedido a "nada más que imbéciles", y además perfectamente desconocidos ("solo yo conocía a aquellos imbéciles"). En fin, apenas puede dormir, atenazado por la humillación de ser señalado por ese premio, a su edad (¡cerca de los cuarenta!), y también por el miedo de presentarse ante el ministro del ramo y decir unas palabras. De todas formas Bernhard no pretende nunca revestir su actitud de rechazo con un velo de moralina barata. Al contrario. Su tía le acusa de inconsecuencia, y él es consciente de la imposibilidad de armonizar el rechazo orgánico a tal "infamia monstruosa" y la aceptación del dinero con unas palabras de agradecimiento: "No estoy dispuesto a rechazar veinticinco mil chelines, decía, soy codicioso, no tengo carácter, yo también soy un cerdo". Como nadie puede vivir mucho tiempo con tal drama interior se saca de la manga la teoría de que cogerá el dinero porque "hay que quitar al Estado, que todos los años tira por la ventana no sólo millones sino millardos, cualquier dinero", que usará para viajar y resarcirse así de la humillación.

Hay que ver a cuántas humillaciones se ve expuesto uno si se aficiona a garabatear unas frases de vez en cuando. No sólo empiezan no pagándole a uno por sus frases, que son unas frases que valen menos, mucho menos, monetariamente, que los movimientos de la señora empleada del hogar, que se dice, meneando el plumero un minuto, un brevísimo minuto de plumero, sino que acaban quizá concediéndole a uno, ya entrado en años y después de una vida encerrado poniendo huevos, un Premio Nacional casi para tontos. Un minuto del tiempo de la señora empleada del hogar tiene su peso en la economía nacional y quizá mundial, y un minuto del tallador de frases, que lleva media vida tallando frases y todavía es un pollo, apenas tiene relevancia en el mundo real, por el que circula el dinero, el aguardiente y el amor.

Bernhard se presenta con un papel garabateado en el Ministerio de Cultura y Arte y Educación. Se avergüenza de las frases que va a leer. Ya es uno más, ya forma parte de "esa gentuza" a la que siempre ha odiado, empezando por el ministro, un tal Piffl-Percevic, nombre al que le faltan un par de acentos circunflejos al revés y que se merece que le falten, pues un ministro, a la larga, es muy poca cosa, en definitiva, para la vida de un país. Del ministro ya no se acuerda nadie al siguiente día de perderlo de vista. Sólo la familia recuerda a su familiar ministro, y en el caso de que ese ministro haya metido poco la pata y fuese discreto. El pobre ministro citado más arriba la caga atrozmente, según Bernhard. No sólo le humillan concediéndole el Pequeño Premio Nacional sino que le confunden con otro. Bernhard, conteniendo su ira, lee sus frases, al parecer inofensivas. Un escándalo. El discurso, por supuesto, es escandaloso y corrosivo, sobre todo si se es austríaco. El pobre ministro circunflejo "con el rostro de un rojo encendido, se puso en pie de un salto y se dirigió hacia mí, lanzándome a la cara algún insulto incomprensible". Después de las amenazas con el puño en alto estalla el caos. Una puerta acristalada se cierra con estrépito una y otra vez. Un escándalo, para los periódicos. El rechazo de Marías ha sido, en cambio, muy respetuoso. Supongo que esos veinte mil euros que han volado dignamente no sólo no le inquietan lo más mínimo ni le quitarán el sueño, sino que le permitirán dormir mejor. Y eso es, siempre, bueno.


[Publicado en Jot Down.]

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