Devorábamos la carne roja, la carne blanda del animal salvaje. Con estos dientecitos, con estas bocas nuestras, sorbíamos, tragábamos la sangre coagulada, el espíritu del abatido bajo nuestras piernas. Y tú que reías, siempre la risa, esa risa buena y alegre que se alzaba por las calles y las recorría hasta llenar cada pequeño rincón de la ciudad. Y yo que decía quiero más, más, más. Hasta hartarnos, toda esa carne roja, esa viscosidad en la lengua y el paladar.
-Puede que fuéramos como monstruos y no lo supiéramos - me dijiste un día.
Puede que lo fuéramos, quién sabe. Toda aquella sangre entre tus manos, en los rostros pálidos de los muchachos del este, en el regazo de la criatura que nos seguía a todas partes. Puede que lo fuéramos, y por eso lo que vino después, lo que ya sabes, el fantasma que ahora nos habita.