A veces elegimos la infelicidad. Porque admiramos las rocas y el humus y el vasto reino de lo inanimado. O al menos eso decía aquel judío cocainómano (siempre olvida los nombres. Siempre recuerda los accidentes, los atributos; como si la existencia estuviese desprovista de sustancia y solo importase la frivolidad del color de pelo y la pulcritud del prepucio. Su creencia metafísica en los detalles). Por eso acude hoy a su centro de trabajo. Humillado, avergonzado, aguantando la respiración como si penetrase en un medio extraño. Saluda a la media docena de compañeros que pululan por los pasillos vacíos del laboratorio. Solo uno se muestra orgulloso. Sonríe, bromea, felicita a los que tropieza como el presidente de una cofradía. Somos de los suyos, piensa, y esa pertenencia imaginaria lo hincha como un globo. Él guarda silencio. Sabe que ha tomado el partido de la infelicidad. Porque no fuma, ni bebe, ni navega aguas bravas en canoas raquíticas los fines de semana. Ni va de putas. Es lo único que se le ocurrió para compensar la impecabilidad de sus hábitos. Durmió mal pensando en el momento del despertar, saboreando por anticipado la traición a sí mismo. Porque él comulga, sin embargo, con el ideario de los huelguistas. En realidad él desea hacer la huelga. Y eso acrecienta su sufrimiento y le añade mérito. Sufre al poner en marcha la centrifugadora de plasma, al recolectar las cepas de escherichia que se disputan el minúsculo imperio de la muestra. Y goza al mismo tiempo con ese sufrimiento. Sentirse un esquirol es de lo mejor y más excitante que le ha pasado en la vida.