EL NORTE SALVAJE DE JAPÓN EN MI FUNERAL por IVÁN ROJO




He pensado mucho en la muerte. He pensado en la muerte a lo largo de toda mi vida.
Recuerdo el colegio, aquella profesora de religión, sus discursos de fuego amenazante: vais a morir todos.
Supongo que no está bien decirles esas cosas a los niños un lunes de buena mañana, pero ¿qué es el bien?
Lo que sé es que por la noche soñaba con ella, se me aparecía: flotaba desnuda en horizontal sobre mi cama,
su cara amarilla de aceite a un palmo de mi aliento dulce, me susurraba latinajos, me agarraba la picha y decía: Oh.
Se reía a carcajadas en mi sueño, la bruja santa, y yo también;
me despertaba riendo como un loco después de haber mirado a la muerte a los ojos, con ganas de cantar o jugar con el spectrum,
con ganas de encender el aire de mi casa con la reverberación de la música y la luz. Y lo hacía.
Le perdí el miedo a la muerte antes de comprender su esencia, pero no el respeto, por eso pensé tanto en ella.
Pensé en la muerte igual que los astrofísicos más insignes pensaron en el final del Universo: imaginando.
Imaginé planicies nevadas donde mis seres perdidos aguardaban mi llegada cubiertos por el hielo, hechos cristal.
Imaginé a mis seres perdidos convertidos en antorchas humanas, iluminando el horizonte al que me dirigía.
Imaginé sus voces hablándome desde la oquedad del tiempo, siempre acompañándome.
Pensé en la muerte de compras, mientras abastecía mi vida de zapatillas Nike, Fairy y lomos de cerdo.
Pensé en la muerte mientras derramaba mi progenie en el suelo de la ducha, en la sima húmeda del misterio.
Pensé en la muerte en el trabajo, bajo el zumbido de los fluorescentes de la supervivencia.
Pensé en la muerte en las playas, bajo el silencio omnipotente del sol del hemisferio norte.
Pensé en la muerte en Lyon, comiendo un kebab junto al río, a los veinte años, puro músculo, ni un átomo de grasa.
Pensé en la muerte en Helsinki, escribiendo un poemario titulado León de Invierno que hablaba de la vida.
Pensé en la muerte en Fez, bebiendo té abrasador en pleno verano, con el témpano indestructible del desamor en la garganta.
Pensé en la muerte en las terrazas de todos los bares de España, leyendo el futuro en las manos de la gente.
Leyendo poesía, leyendo prosa, leyendo la letra pequeña de mi contrato de tarjeta bancaria, sentí la muerte.
Sentí su caricia en el pescuezo cuando el teléfono sonó un jueves a las cuatro y tres de la madrugada.
Sentí su olor dentro de aquel TAC, un tufo de madriguera, de animal subterráneo, imantado por el rozamiento.
Sentí su zarpazo viendo los grandes documentales de La 2 tirado en el sofá, el verano sentado sobre mi pecho, ahogándome.
Vi la muerte en el fondo de las piscinas municipales; tenía forma de pendiente, de aro dorado.
La vi debajo de las camas, dentro de los armarios, la vi ágil como una araña.
La vi en los aseos del aeropuerto de Fiumicino, Roma, con una sonrisa blanquísima y rasgos filipinos.
La vi entre las flores de las rotondas urbanas, la vi en bikini en los parques acuáticos.
La vi en la gasolinera de Alaquàs, con los labios rojos al volante de un Ferrari, y le llené el depósito.
La vi en la peluca que cubrió la cabeza calva de mi madre, y la peiné con amor, con devoción.
La vi con mis ojos mágicos dentro de todos vosotros, amigos míos, comiéndose a bocados vuestro tiempo, vuestro hígado.
¿Cuántos de vosotros habréis conseguido firmar la paz con ella? ¿Cuántos de vosotros estaréis escuchando esto?
No lo sé, espero que todos, pero lo dudo. Escribí estas palabras para mi funeral hace muchísimo tiempo. En concreto:
quinientos años.
Amé a la muerte como solo se puede amar a un hijo criminal, a un padre bestial: de manera inevitable.
Y le di la mejor vida que supe.
Abrid la caja, abrid mis párpados, y comprobadlo.


Iván Rojo, de Oclajoma (España) (Canalla Ediciones, 2018).


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