Los reconocimientos, de William Gaddis



A un libro como Los reconocimientos hay que acercarse con fe. Fe en la literatura. Fe en las posibilidades del autor. Porque consta de casi 1.400 páginas. Yo tengo fe de sobra en el tema, lo que ocurre es que no siempre dispone uno de tiempo. Y un tocho de tal calibre, que exige tanto al lector (atención, tiempo, brazos fuertes), requiere que nos entreguemos a él sin pausa, leyendo varias horas diarias (y eso lo pude hacer a principios de septiembre). Yo ya había leído todo lo que publicó Sexto Piso de William Gaddis y me faltaba esta novela, que fui aplazando porque se cruzan lecturas y porque hay que estar muy preparado para sumergirse en un viaje tan largo, tan completo y tan dificultoso.

Es curiosa mi relación con William Gass y William Gaddis, pues cuando, antaño, frecuentaba casi a diario la Biblioteca Pública de mi ciudad de origen, veía las obras de ambos que aquí publicó Alfaguara (cuando Alfaguara era otra cosa, un proyecto más literario que comercial) y siempre estaba tentado de llevármelos, pero luego los dejaba para otra ocasión porque parecían densos en todos los sentidos. Lo más gracioso es que yo no había oído hablar jamás de Gass ni de Gaddis. Pero me atraían mucho aquellas ediciones.

Los grandes libros no pueden explicarse, nos dice Gass en el prólogo. Y es cierto que explicar Los reconocimientos es una tarea vana, dada la multiplicidad de capas, de personajes, de historias, de alegorías, de citas y de referencias que encontramos en la novela. Podemos resumir, en líneas generales, sus intenciones: arranca con un sacerdote que enterró a su mujer en un pueblo de España, continúa con su hijo (quien acaba dedicándose a falsificar cuadros) y deriva hacia otros ámbitos y personajes, ramificándose en otras tramas y en otras ciudades (París, Nueva York, Madrid, Roma, etcétera), invocando en sus páginas a un montón de personajes mediante los que nos explica, entre otros muchos factores, la crisis de valores del siglo XX, donde todo es susceptible de ser copiado y plagiado y falseado, en una etapa de tiempos oscuros en los que ya no importaba la veracidad de una imagen, sino sólo la posibilidad de la misma; donde no importaba ser un autor, sino parecerlo: un retrato ácido por el que pululan los impostores, los falsificadores, los jetas, los vividores del tres al cuarto, los críticos incapaces de crear, los listillos y los que son capaces de vender su alma (o a su madre) al Diablo. Como vemos, la cosa no ha cambiado mucho en el siglo XXI.

No he querido indagar en las influencias literarias de Gaddis cuando escribió este libro a los veintitantos años (una proeza absoluta), pero mientras la leía me resonaban tres autores: James Joyce (sobre todo por Ulises), Thomas Wolfe (sobre todo por El ángel que nos mira) y John Dos Passos (sobre todo por Manhattan Transfer). A mi entender, posee la mirada moderna y vanguardista y revolucionaria del primero pero alojada en la estructura clásica del segundo, sin olvidar ese recurso del tercero consistente en hilar una amalgama a menudo confusa de voces y sonidos.

Es el libro que más me ha gustado de Gaddis porque coincido con lo que me dijo José Luis Amores unos días antes de que yo empezara a leerlo: que, durante la narración, siempre están ocurriendo cosas, a la manera tradicional de, no sé, Dumas y Dickens: hay subtramas, continuos cambios de escenario, diálogos que parecen interminables y a la vez son muy divertidos, observaciones corrosivas del autor, personajes que se diluyen o pierden su nombre, gente que aparece y desaparece como sucede en nuestras vidas… No obstante, y como me suele suceder en los mamotretos que rondan el millar de páginas, reconozco que me costó afrontar las últimas 400: literalmente tenía la cabeza tan saturada de datos y de referencias que necesitaba salir de la lectura cuanto antes.

No debo explicar más. No debo contar más. Esto hay que experimentarlo. Aquí van algunos pasajes (téngase en cuenta que las sentencias más interesantes suelen estar en boca de los personajes; casi todo lo que copio a continuación son retazos de diálogos o de monólogos), tanto de la novela como del prólogo: 

Del prólogo de William H. Gass:

Hay quien cree que hay que mejorar la crítica, pero yo opino que la culpa es de la especie, que se rodea de mentiras y llama a esas mentiras cultura, del mismo modo que las ardillas construyen sus nidos con ramitas cortadas y hojas secas y después se esconden dentro. En cualquier caso, como observó el filósofo alemán Lichtenberg, cuando un lector se duerme sobre un libro y al chocar su cabeza con él suena a hueco, no siempre es el libro el que carece de cerebro.
[…]
Si usted es lo bastante ruin, el mundo puede convertirlo en un príncipe. No son los mansos quienes heredarán la tierra, sino los falsos.

De la novela de William Gaddis:

¿Qué es lo que quieren de un hombre que no hayan sacado de su obra? ¿Qué es lo que esperan? ¿Qué queda de él cuando ha hecho su obra? ¿Qué es cualquier artista sino las heces de su obra, los escombros humanos que la obra arrastra consigo? ¿Qué queda del hombre cuando la obra está acabada sino escombros de disculpa?

**

No deberías conocer a la gente si no tienes nada que compartir con ella.

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-Para una mujer –dijo ella–, ¿crees que es fácil para una mujer? […] Simplemente ser una mujer, ¿sabes por lo que tiene que pasar una mujer? No lo sabes, pero ¿lo sabes? ¿Te lo puedes imaginar? Simplemente intentar que las cosas sigan adelante, simplemente… Un hombre puede hacer lo que le dé le gana. ¡Oh, sí, un hombre! Pero una mujer ni siquiera puede entrar sola en un bar, no puede levantarse y dejarlo todo sin más, comprar un pasaje de barco y marcharse a París si quiere, no puede…
-¿Por qué no? –preguntó Otto, poniéndose en pie.
-Porque no puede, porque la sociedad… y además, físicamente, ¿crees que es fácil ser una mujer?
-No, no, no lo creo.
Otto dio un paso hacia atrás, como amenazado con ello.
-¿Y sabes lo peor? –siguió ella–. ¿Sabes lo más duro de todo? La espera. Una mujer siempre está esperando. Siempre… está esperando.

**

-¿Qué te pasa? ¿Estás cansado? ¿Arny…? Oh, me gustaría que te cansaras haciendo algo que te guste.
-Uno no se gana la vida haciendo algo que le guste.

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La originalidad es un recurso que la gente sin talento utiliza para impresionar a otra gente sin talento, y para protegerse de la gente con talento…

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España es una tierra para cruzar huyendo.

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Nadie te guarda tanto rencor como quien te ha querido.

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Todo el mundo tiene esa sensación cuando mira una obra de arte y está bien, esa súbita familiaridad, una especie de… reconocimiento, como si la estuvieran creando ellos mismos, como si se estuviera creando a través de ellos mientras la miran o la escuchan, ¿y ha de ser pecado el querer haber creado belleza?

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-Es un crítico. Escribe sobre libros o no sé qué puñetas. Ahora vamos.
Pero Benny se sacudió del hombro el brazo de Ellery.
-¿Cuánto hace que vio salir el sol por última vez? –preguntó. Luego siguió–: Cómo lo habría hecho usted. Así es como es todo, ¿verdad? Cómo lo habría hecho usted. No cómo debería haberse hecho, sino cómo lo habría hecho usted. Así es como trabaja cuando critica un libro, ¿verdad? Cómo lo habría hecho usted, porque no lo hizo, porque aún tiene miedo de admitir que no puede hacerlo por sí mismo.

**

-Bueno, yo tengo un amigo que es físico, y se ha convertido. Ahora escribe canciones.
-Pretende ser un músico serio. Be-bop, si puedes llamar música a eso.
-Igual que ella escribe rimas, y lo llama poesía.


[Sexto Piso. Traducción de Juan Antonio Santos. Traducción del prólogo de Mariano Peyrou]  


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