El ojo castaño de nuestro amor, de Mircea Cărtărescu


Hace un mes asistimos a la presentación de este libro en la Librería Alberti, con la presencia del mismísimo Mircea Cărtărescu. Llegamos cuando el acto estaba empezando y tuvimos que marcharnos unos minutos antes de que terminara. Si llegas el último o el penúltimo en un evento de estas características, con la librería petada, como fue mi caso, debes conformarte con el último hueco: me situé en una escalera, detrás de unos barrotes y de las piernas (los que estaban de pie) y de las cabezas (los que se sentaron en el suelo) de unos cuantos asistentes. A veces, dependiendo de lo mucho o poco que se movieran esas personas, veía la cara afable de Cărtărescu; a veces sólo escuchaba las voces, y para mí la presentación tuvo algo de nebulosa, de sueño entrevisto. En aquellos días estaba leyendo El ojo castaño de nuestro amor, que es una maravilla, y señalé tantos pasajes para copiar que las semanas han ido pasando sin que las anotara en mi documento de Word. Y así ha pasado un mes.

Hablo aquí de ese acto porque me sorprendió la recepción que tuvo el autor, con la librería llena y bastante eco en las redes y en los medios. Ya no es muy habitual que un gran escritor atraiga a las masas, y menos si es rumano y no entra en la categoría de best-seller, aunque Cărtărescu parece haber encontrado un público fijo, adepto a sus extraños libros. Y hablo de ese acto aquí porque la conversación de Cărtărescu se corresponde totalmente con lo que escribe, con lo que nos llega en esta especie de compilación de ensayos y narraciones dispersas: la voz sugerente y educada de un hombre curtido y con mucha experiencia, con muchas lecturas en la mochila, que no renuncia al toque onírico, al toque mágico que encuentra en la vida cuando la traslada a la literatura… una voz amable que va calando poco a poco en el oyente, como cala su prosa en el lector.

Si no he contado mal, El ojo castaño… reúne unos 20 textos en los que, ya lo apunté más arriba, caben el ensayo y la narrativa, la memoria y la historia. Cărtărescu escribe sobre los jóvenes poetas, sobre lo difícil que es ser un escritor rumano, sobre Bucarest y sobre Ovidio, sobre libros y cuentos de infancia (que no sabemos si se los ha inventado o si en verdad los leyó de niño), sobre el Nescafé al que se hizo adicto durante el servicio militar, sobre su hermano muerto, sobre su vida a finales de los 80 y principios de los 90 (cuando no había salido al extranjero y pensaba que viviría atrapado para siempre en su tierra)… Es un libro que, una vez concluida su lectura, uno sabe que es el espejo en el que se mira Cărtărescu, el modo de decirnos: "Éste soy yo, así fueron mis vivencias y éstas son mis lecturas, y lo que soy ahora es lo que leí y lo que cuanto he visto y sufrido y he imaginado". Aquí van unos extractos:

En el suelo, sobre periódicos arrugados llenos de fotos de mujeres desnudas, se sucedían destornilladores torcidos, libros desencuadernados, gatos legañosos recién nacidos, perfumes falsos, muñecas con las piernas arrancadas, recambios de bolígrafos vacíos, discos de música popular, ropa mugrienta y descosida, cubiertos con los que no comerías por nada de este mundo, enchufes, linternas, alambres, clavos, fotos viejas, iconos devorados por la polilla, piezas mecánicas imposibles de reconocer y un millón de cosas más. Lo vendían tipos sin afeitar, mujeres gordas con pañuelo, gitanos, niños esqueléticos como los de Biafra.
[Del texto "Los años robados"]

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Los poetas no tienen ya estatuas, como en el siglo XIX, ni reputación, como en el siglo XX. Obsesionadas por las ventas y la rentabilidad, las editoriales huyen de la poesía como alma que lleva el diablo. No se puede imaginar hoy en día un destino más dramático que el del poeta que decida consagrar toda su vida al arte. Los antiguos arruinaban su vida (en muchas ocasiones también la de otros) por la locura de un verso hermoso, pero confiaban al menos en el reconocimiento de las generaciones venideras. Ellos podían creer sinceramente que la belleza –como dijo Dostoievski– es la salvación del mundo, pero hoy ya no sabemos qué es la belleza, ni tampoco el mundo, y no entendemos qué significa "salvar". ¿Qué vas a salvar si vivimos en lo inmanente y lo aleatorio? Sin la perspectiva de conseguir algo a través del arte y, en definitiva, de su profesión, sin la esperanza en la gloria y en la posteridad, el poeta está condenado a la vida asocial y fantasiosa del consumidor de hachís.
[Del texto "El gato muerto de la poesía de hoy"] 

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La modernidad implicaba una civilización centrada en la cultura, una cultura centrada en el arte, un arte centrado en la literatura y una literatura centrada en la poesía. La poesía en la época de Valéry, Ungaretti y T. S. Eliot era el meollo del meollo de nuestro mundo. Ahora, la descentralización posmoderna ha producido una civilización sin cultura, una cultura sin arte, un arte sin literatura y una literatura sin poesía. En cierto modo, los polos de la vida humana se han invertido de manera brusca y las primeras víctimas han sido los poetas.
[Del texto "El gato muerto de la poesía de hoy"] 

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De esa misma manera estoy orgulloso de ser europeo. Ser europeo no significa para mí ser bueno (mejor que otros), sino ser complejo, ser un personaje complicado, lleno de contradicciones, pero capaz de reconocerlas y de conciliarlas. La gran tradición europea ha guiado toda mi vida, al igual que mi rebelión contra ella.
[Del texto "Europa tiene la forma de mi cerebro"]

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Los libros son como las mariposas. Habitualmente tienen las alas plegadas, como cuando las mariposas descansan sobre una hoja y desenrollan su trompa filiforme para sorber el agua de una gota de rocío. Cuando abres un libro, este echa a volar. Y tú con él, como si volaras en el cuello de plumón de una mariposa gigante. Pero el libro no tiene un único par de alas, sino cientos, clara señal de que te puede llevar no solo de flor en flor por este mundo glorioso, sino a centenares de mundos habitados. Algunos guardan gran parecido con el mundo en que vivimos, otros están habitados por seres que solo se muestran en sueños.
[Del texto "El cuarto corazón"]

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En literatura todo el mundo puede esperar hasta el final. Si eres saltador de altura, nadie negará un resultado en cifras exactas. Pero si eres escritor, serás siempre rebatido, más rebatido cuanto mejor seas. Tu hazaña, sorprendente para unos, será ridícula para otros.
[…]
Una cosa es segura: para la literatura, tal y como la entendemos (o no la entendemos) hoy en día, la juventud es la edad de oro. Debe ser "apresada", como decían los latinos, todo lo que se pueda. Nadie te devolverá los años perdidos en la juventud. Ninguna justificación será válida, por muy noble y humana que sea. Has escrito o no has escrito. Has apresado el tiempo o has dejado que se te escurra entre los dedos. Por ello, en cierto modo, no deberían molestarnos los excesos, la arrogancia, la suficiencia, la agresividad de los jóvenes poetas. Son los ardores del arte por los que hemos pasado todos. Grave sería seguir así hasta el final, con la creencia de que de esa manera sigues siendo fiel a ti mismo. En realidad, cada edad tiene su mundo, su decencia, tal vez incluso su arte.
[Del texto "Forever Young…"]


[Impedimenta. Traducción de Marian Ochoa de Eribe]

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