Hasty

Por: Manuel Rodríguez.

“Trabajo” esa era la única palabra que rondaba por la mente del sujeto en cuestión, con su traje negro bien planchado, hablaba por teléfono violando todas las leyes de tránsito posibles ¿a quién le importa eso? Nadie podía contra los dictámenes de un político multifacético ¿alguien alguna vez le habían negado algo? No.

El día era algo soleado en el sur; pero en el norte, a donde él se dirigía, el tiempo se iba tornando cada vez más oscuro. Una tormenta avisaba su llegada.

Pudo divisar un pequeño congestionamiento en el horizonte, tomó un rodeo por una calle aledaña y angosta, rodeada de pequeñas villas de estilo campestre en una urbe tan populosa como aquella. Siempre tomaba ese atajo, era más largo, pero se ahorraba muchas horas de tráfico.

La tormenta opacaba el cielo con mayor intensidad, pero aquel castaño del volante de cuero no dejaba de hablar por teléfono, y cuando hubo llegado a la ligera avenida principal, comenzó a llover.

Una ventisca fugaz pero poderosa le devolvió a la realidad, arrojándole un periódico mojado contra el vidrio del copiloto, él se sobresaltó por unos segundos, pero continuó su conferencia.

Desgranó el volante por unos agónicos instantes en donde el motor rugió pidiendo compasión y las gotas amargas le susurraron al oído que algo iba mal. Volvió la mirada al frente, la carretera estaba libre, los pájaros se resguardaban en los alambrados y trinaban de absorción.

Llegó una vez a su final, tomó el camino de la derecha y volvió a entrar en los suburbios, lo aguardaba el desorden, el tráfico estaba a la orden del día y mientras esperaba y seguía su acalorada alocución, los charcos de la calle le gritaban de terror a los parabrisas que barrían las aguas que los alimentaban, solo la nevisca del invierno entendía lo que podría estar pasando.

Él puso en marcha nuevamente su Mercedes Benz comprado hace tan solo unas semanas, con dinero de fondos dudosos. “Algo común, nadie se enteraría” le comentó a su esposa, ella aceptó sumisamente como siempre lo hacía, pero sus ojos llorosos anhelaban un cambio en su mirar.

Tomó otro desvío, quizá el último de su ruta. La calle estaba libre y la pendiente inclinaba peligrosamente riéndose del ruido del radiador y los pistones. El político pisó el acelerador para llegar a la parte de arriba en menor tiempo; tráfico nuevamente. Colgó al fin pero… Otra llamada entró.

La gente corría velozmente, algunos debajo de paraguas desteñidos y agónicos… Sufriendo su esclavizadora guardia, su destino.

Recordó cuando su maestra de escuela le explicaba “Rojo… Significa detente” y así marcaba el semáforo, nadie pasaba, la calle estaba vacía y mucha gente temía atravesar debido al agua que caía del cielo. Él seguía su alocución… “Amarillo significa, puedes pasar pero ten cuidado”, miró a su alrededor y aceleró. “No… Espera, no seas irresponsable” le dijo su maestra… Algo malo pasó.

Una pequeña niña tirada en el suelo, su cabellera parda era manchada por la suciedad del pavimento, intentó colocarse de pie pero vomitó sangre, sus ojos se desvanecían entre los nebulosos gritos perturbados de su madre. El político dejo caer el teléfono pernotado, los pájaros y la lluvia se lo habían advertido.

La nena manchó su ropa, su cara se tiño de rojo, los lazos de su cabello se soltaron, intentaba colocarse de pie como un perro. Su pierna derecha se quebró al instante, un traqueteo agudo y ensordecedor llegó a sus… oídos.

La pequeña consiguió gatear entre sollozos, expeliendo su estirpe mientras se sujetaba el pecho ¿Qué quería? Se inquirió él, se dirigía hacia un perro de peluche mugroso y sanguinolento.

Su mano se extendía, a media que sus huesos se quebraban, su cabeza ladeó perdiendo el equilibrio, intentó levantarse, y esta vez lo hubo logrado; miró al cielo desahuciada mientras las gotas caían sobre su perfil y discurrían sobre sus mejillas, caminó varios pasos y volvió a desplomarse, a media que la gravedad atraía el teléfono del político hacía el asiento de al lado, su rostro se sobresaltó pero no sabía qué hacer; intentó salir del auto, pero sus bellacos dedos se negaban riéndose del peluche que en el regazo de la chiquilla descansaba.

Su cara golpeó el suelo estrepitosamente, expeliendo su estirpe por las asas, el viento movía su falda y descubría su malograda institución. Él, absortó de sus heridas, no hizo otra cosa que acelerar y dar un rodeo, escapando. Se dijo a sí mismo con una mueca caótica y trastornada: “Algo común… Nadie se enterará”.

Imagen de Pixabay

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