Los hermanos Coen, Letizia y el príncipe

Vituperio y yo ponemos tanto suavizante en la colada que, al descolgar la ropa del tendedero, no sabemos si guardarla o empezar a esnifar los calcetines, inaugurando así una nueva y vanguardista adicción. Todavía hace viento, e imaginamos que sus pantalones y mis vestidos se escapan de las pinzas y recorren volando la ciudad, aromatizando las zonas más mugrientas y perjudicadas por la humedad del invierno.

Como esto no ocurre y las prendas se quedan durante el día bien dobladitas sobre su cama, cuando por la noche decide acostarse (nunca después de las doce), Vitu sufre un conato de asfixia porque el olor a flores de su cuarto minúsculo resulta insoportable, es como el de una selva tupida y enmarañada en la que, sin el machete desbrozador que sale en todas las pelis, resulta imposible avanzar y mueres.

La conclusión es que con la próxima lavadora decidimos moderarnos en nuestro afán purificador. No es nuestra misión sobre la faz de la tierra perfumar el mundo.

Esto nos ocurre el día de Reyes; y ocurre otra cosa también, no relacionada con el apasionante mundo de la tintorería: Raquel y yo, que reincido, nos encontramos en los Ideal con Letizia y el príncipe a doce escasas horas de que se haga pública la imputación de la infanta y poco después del decadente discurso del rey. Todos vamos a ver, a la última sesión del día, 'A propósito de Llewyn Davis', que resulta bastante decepcionante en su intento de compensar con una excepcional fotografía y una música interesante su ausencia de historia. Es una película que parece que siempre está empezando y, aunque tal vez ese sea el propósito de los Coen, el mensaje que quieren transmitir, que la vida de los mediocres y la de los que no lo son tanto se reduce a recorrer en bucle un único camino, a mí no me convence demasiado; tampoco a Raquel.

Durante los anuncios previos a la proyección y a la salida, al cerrarle en las narices la puerta a Felipe, por supuesto sin querer, nos puede el interés por la monarquía y olvidamos lo cinematográfico. No somos hipsters (nadie lo es del todo, doy fe), si hubiéramos vivido en la Francia de Luis XIV, Raquel hubiera llevado de calle a los mosqueteros y yo, probablemente, me hubiera metido a monja, pero en ningún momento hubiéramos dejado de cartearnos para ponernos al día sobre los devaneos de la corte y la vida alrededor de los teatros y las jarras de vino de las tabernas.

Letizia, muy maquillada, lleva un moño casero, recogido con pinzas de plástico; y el príncipe, afeitado, con una imagen mucho menos bohemia que la de nuestro encuentro de septiembre en el José Alfredo, me parece simpático. Con toda la carga de frivolidad que la afirmación implica, no puedo evitar que me caigan bien. Van con amigos, entre ellos, Telma, la hermana de la princesa. Parecen felices, ajenos a su realidad tan cargada de asignaturas pendientes. Hay complicidad entre ellos...

La película de los Coen, sin pasarse, sólo bien.

Ya en la calle, son más de las doce y, delante del cartel de Churrero Maestro, que ofrece dos churros gratis (la casa por la ventana) a quien se haga una foto delante de la promoción y la suba al facebook, nos despedimos y noto que perdura en mi interior el efecto del martini seco con el que he acompañado la cena. Todo me parece, en su decadencia, extrañamente seguro.

La casualidad no existe y continuamos en órbita.

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