Carta a Medardo Fraile


Barcelona, 13 de marzo de 2013.

Querido Medardo,

Lleva todo el día cayendo una lluvia impertinente y mineral sobre Barcelona, una lluvia, la verdad, un poco escocesa, y mira que yo con la lluvia suelo ponerme lírico y estupendo, pero ahora, ya ves, se me hace más difícil escribirte con estos chorretones de plomo armando bulla en el patio. Quería felicitarte hoy por tu cumpleaños ―ochenta y ocho, nada menos, el doble que Chéjov―, pero el viernes no se te ocurrió otra cosa que morirte mientras dormías y me he quedado así, con la misma cara de aquél bobo que en tu cuento se aferra a un álbum de cromos que no regalará nunca a nadie.

Estamos muy tristes por aquí, Medardo. Durante todo el fin de semana han ido apareciendo obituarios y semblanzas en los medios ―en diarios y en la red, ya sabes que en la tele sólo hablan de los literatos que, como decías, están siempre con su cuchara encima del plato de lentejas, no de nómadas discretos como tú―, y casi nadie ha faltado a la cita del afecto y el respeto. Algunos críticos y notarios han dado fe de tu valía literaria, pues de todo queda registro: de tus inicios en el teatro con los grandes y de cómo el cuento español te debe tanto, desde la admiración de tus coetáneos, como Ignacio Aldecoa o Carmen Martín Gaite, a la de tantos buenos cuentistas después de ti, como Hipólito G. Navarro, Eloy Tizón o Javier Saéz de Ibarra. Tus editores también te echarán de menos: dice Juan Casamayor que te han traducido por ahí al inglés y que tramabais otro libro de cuentos después de esa última joyita tuya, Antes del futuro imperfecto, y piensa Fernando Valls que ya es mala pata que semejante cuentista se haya ido justo cuando acaba de aparecer la reedición de tu única novela, Laberinto de fortuna. Y, claro, también te han dedicado unas palabras de despedida unos cuantos de tus amigos. Quizá uno de los que más te conocía y quería y, desde luego, el que te leyó mejor, Ángel Zapata, ha publicado en El País unos párrafos tan sentidos y exactos ―como los que sólo otro gran cuentista podía dejar escritos de ti― que no concibo añadir una coma.

Sólo alcanzo a escribirte esta carta. Luego pienso ir a por un pastel de cumpleaños y comérmelo a la salud de tu sonrisa de fauno bueno y socarrón, que a mí lo de que se mueran los amigos y los maestros me lo desmonta todo, francamente, y yo quiero celebrar haber tenido el privilegio de conocerte. Sobre todo si te pienso y recuerdo aquella cara de Harvey Keitel que se te ponía a veces ―te habría creído cualquier cosa en esos momentos, aunque me hubieras contado que la tierra era plana― hablando de Entradas de cine y de la vida y sus salidas. Me parte un poco en dos ahora lo nítida que tengo una imagen: tu expresión decepcionada de chaval recién merendado al que le sobran energías pero se le acaba la hora del patio, cada vez que, tras la última copa, nos retirábamos de madrugada los amigos y tú querías más canciones y charlas, otra ronda del calor de Madrid, del calor de tu gente en aquél cafetín decimonónico de Malasaña del que, tras cada visita a tu terruño, te llevabas en el zurrón un poco de sol ―Helios, se llamaba el camarero, ya es casualidad―, para capear mejor la distancia y casi medio siglo de frío, allá en Glasgow.

Quienes te leían valoraban tu literatura y quienes te conocían te querían bien. Qué más pueden esperar un artista y un hombre de su paso por el mundo. Que te conozcan más ahora y siempre, se me ocurre, que te sepan más lectores, que te lean mucho y que lo hagan atentos. En cierto modo, envidio ese gozo inaugural de quien se acerque por primera vez a tus cuentos. Estos días ando diciéndole a quien me lo pregunta ―y a quien no me lo pregunta también, empecinado― que, si te quieren descubrir ―a estas alturas―, que lean al menos tus cuentos completos en Escritura y verdad. Hasta ganas me entraron ayer de darle un susto a una viajera en el autobús: «¡lea a Medardo, hágase el favor!», le hubiera soltado en voz alta ―que leyera tus cuentos, o tus memorias, El cuento de siempre acabar, ese recuerdo tuyo de España tan afilado como honesto y bien contado, con un castellano luminoso como pocos he leído―, pero a la señora le asomaba del bolso un novelón de esos de highlanders ―palabra― y de pronto me entró una tristeza misionera. La cosa está muy chusca, Medardo, y aquí la gente sigue como cuando el café Gijón, con lo de «novela grande ande o no ande», y, a poder ser, extranjera.

Ya sabes que soy lector de cuentos de morro fino, aunque nunca me atreviera a enseñarte ninguno de mis primeros relatos ―ni a darte la vara con ello, que me parece que también por eso te caía yo algo simpático, con lo pesados que nos ponemos los noveles―, tal vez porque la cabra que soy tira al monte de la novela ―perdóname, maestro, porque no sé lo que hago―, porque tengo demasiado de ruso loco y me da por intentar contarlo todo, en vez de hacer como tú, que decías tanto con los silencios, que dejabas que lo no escrito apareciera en tus cuentos y le dejara la última palabra al lector. Tus primeros relatos ―cualquier joven cuentista firmaría hoy un estreno como el tuyo, con ese librazo que es Cuentos con algún amor, que publicaste antes de cumplir los treinta, maldito― se parecían un poco a los de Chéjov, aun antes de que leyeras al médico, y hubieran sido dignos de Katherine Mansfield, a la que leías tanto. Pero a la vez, y esto es lo mejor, no se parecían a nada, en particular a ningún cuento español de la primera mitad del siglo XX. Y es que, a lo peor, quien no te haya leído aún pensará que un señor que tal día como hoy cumple ochenta y ocho años ―no me hagas esto, anda, que ya he comprado las velas y tienes que soplar luego― debe de haber escrito batallitas con mucho polvo de biblioteca encima. Qué sorpresa va a llevarse, que lo que tienen debajo tus relatos son mil correcciones, mucho trabajo, ganas de experimentar, de buscar caminos y, sobre todo, esa mirada tuya, desengañada, incisiva, irónica y tierna a la vez, que, como un buen cuento, le quita lo vulgar y la rutina a la lectura para dejar un eco de vida sugerida, un rastro cierto y sin aspavientos del alma de las cosas.

He tenido la inmensa fortuna de leerte y de conocerte, Medardo, de compartir entre gente muy querida algunos ratos contigo. Por eso no me permito estar demasiado triste, o cuando menos lo intento. Mantuviste siempre, como los más grandes, la soberbia a raya, tan humilde tu presencia pero sin la estratagema de la falsa modestia, tan generosa tu actitud con los demás, en particular con aquellos jóvenes en los que tus ojos sabios identificaban la intención honesta y la voz despierta. Pero también con el látigo fino cuando olías a un tuercebotas cerca. Un buen día tuve incluso el honor de maquetar un prólogo tuyo ―otro de esos gestos que te hacían especial: apoyar a una editorial minúscula y los cuentos de un escritor tan bueno como desconocido― o hasta de hacerte una entrevista ―como un niño esperaste impaciente y gruñón a que se publicara, y como un niño estabas luego, tan feliz―, y es que sólo con trabajos de por medio nos poníamos serios y podíamos hablar de cuentos y literatura, ya que ―y eso también suele ser síntoma de verdadera grandeza en un escritor y en cualquier ser humano― en persona hablabas poco de ti mismo y de tus libros, no sentabas cátedra sobre nada y tenías más curiosidad por el otro que ganas de que te doraran la píldora.

«Al que este mundo no le ponga triste alguna vez o le falta algo esencial o le sobra algo que no le pertenece», dijiste en aquella entrevista. «Dicen que si aspiramos a la luna, la luna acaba acercándose», pude leer en otra. Y yo ahora me quedo aquí, al final de esta carta, con todas las minas de Escocia lloviendo en mi patio y mucho más triste ―no me sale otra cosa hoy― en un mundo en el que ya empiezas a faltar más de la cuenta. Aspirando también a poder enviarte esta carta a alguna parte, para que la leas en cualquier cuarto del cielo ―o lo que hayan inventado allá arriba― en el que haga calorcito, entre un buen sol de meseta y te dejen escribir cuentos tranquilo, tal vez en la vertical de Madrid, a ver si así quedas un poco más cerca.
Aunque sea para soplar las velas del pastel.
Y pedir un deseo. Y otra ronda.

Feliz cumpleaños, Medardo, y hasta siempre.

Tu amigo,
Sergi

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