Conversaciones con David Foster Wallace. Edición de Stephen J. Burn



Estamos ante lo que, en mi opinión, es uno de los libros más importantes del año. El debut de una editorial, de nombre nabokoviano (Pálido Fuego), dirigida por José Luis Amores (uno de esos lectores en cuyo criterio confío a ciegas), quien ha tenido el buen gusto y la valentía, por no decir los cojones, de abrir un sello literario con un volumen de entrevistas y/o conversaciones, apuesta suicida por la que nadie más optaría en los comienzos. Ese atrevimiento será una de las señas de identidad de dicha editorial, que también va a apostar por la primera novela de DFW, La escoba del sistema, inexplicablemente inédita en España, y por otros autores de los que habíamos oído maravillas y cuyas obras aún no se conocen por estos lares, caso de Mark Leyner, Lars Iyer o Mark Z. Danielewski (su House of Leaves, libro de culto, será coeditado por Pálido Fuego y Alpha Decay).

Se me ocurren numerosas razones para leer estas entrevistas, pero no las diré todas aquí: las reservo para la presentación del libro, el jueves 15 de noviembre, en Tipos Infames, junto a Óscar Esquivias y el propio José Luis Amores, a quien no conozco personalmente y con el que hasta ahora sólo había cruzado algún que otro comentario en las redes sociales, y que, tal vez en un arrebato de locura, me ha escogido para presentar esta joya (sospecho que José Luis ignora mis pésimas dotes de orador).

De momento os diré que Conversaciones… sigue un orden cronológico, desde los celebrados comienzos de Foster Wallace con esa novela mencionada antes, La escoba del sistema, hasta poco antes de suicidarse. Gracias a ese orden, éste es más que un libro de entrevistas: es una biografía no declarada, es un manual para “escuchar la voz” de uno de los escritores más importantes de este siglo y del pasado. Porque David Foster Wallace, entre otras muchas aptitudes y habilidades, hacía algo que está al alcance de muy pocos: variar el ritmo dependiendo de las exigencias de la narración que tuviera entre manos, acelerando y decelerando y apretando en las curvas como si estuviera conduciendo un coche de carreras por caminos peligrosos y precipicios al borde del abismo, algo que, por ejemplo, hacía muy bien Hubert Selby Jr.; estos dos autores son capaces de meterte de lleno en una oración kilométrica, a lo largo de varias páginas, una oración que te doblega, te apasiona y te subyuga y, de pronto, frenan de golpe y cambian de velocidad, introduciéndote en una amalgama de frases brevísimas, casi latigazos, a la manera telegráfica de un James Ellroy.

Como Álex Portero apuntó acertadamente en su reseña, hay que leer Conversaciones con David Foster Wallace (editado y seleccionado por Stephen J. Burn) con una libreta a mano, o con papelitos para meter en aquellas páginas donde uno ha encontrado sentencias y enseñanzas y nombres que quiere anotar al concluir la lectura. Yo suelo leer con pequeños papeles al alcance (de post-it, o de lo que encuentre en mis bolsillos si no estoy en casa: entradas de cine, viejos tickets de metro, papeles de la compra o recibos y facturas); cuando terminé de leerlo vi que el libro estaba lleno de esos papeles amarillos. Eso significaba que quería anotar un montón de frases. Significaba que tendría que copiar medio libro en mis archivos. No voy a poner todas esas anotaciones aquí: primero, para no agotar la paciencia del lector; y, segundo, porque prefiero que ellos solos descubran muchas de esas sentencias.

Estas entrevistas (y retratos y perfiles breves, como el que hace al final David Lipsky, autor de un libro de conversaciones con DFW que leo de vez en cuando en inglés) nos ofrecen el carisma de un escritor inolvidable, la lucidez de una de las mentes más privilegiadas e irónicas de la literatura, la sabiduría inalcanzable y el talento mayúsculo de quien supo combinar clasicismo y postmodernidad, el gusto exquisito de un tipo lastrado por las depresiones y la inventiva inagotable de quien, quizá sin proponérselo, se convirtió en paradigma de muchos escritores. Tomen nota:   

«Cuando escribes ficción», explica como parte de su crítica a un relato sobre una chica joven, su tío y el mal de ojo, «estás contando una mentira. Es un juego, pero los hechos deben estar claros. El lector no quiere que se le recuerde que se trata de una mentira. Ha de ser convincente, o la historia nunca cuajará en la mente del lector».

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«Escribir ficción me ocupa todo el tiempo», explica. «Me siento y el reloj deja de existir durante unas cuantas horas. Probablemente eso sea lo más cerca que podamos estar nunca de la inmortalidad. Me aterra sonar pretencioso porque cualquiera que escribe ficción dice “Mirad esto que he escrito”».

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«[…] La narrativa o mueve montañas o es aburrida; o mueve montañas o se sienta sobre su propio culo».

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Soy el único «posmoderno» que conocerás que adora totalmente a León Tólstoi.

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Soy un fan acérrimo de Don DeLillo, aunque creo que su último libro es uno de los peores. Me encanta el DeLillo de Americana y End Zone y Great Jones Street, Los nombres y Libra. Quizá El arcoíris de gravedad sea mejor libro, pero no creo que haya nadie en su línea desde Nabokov que haya publicado una colección de obras mejor que la de DeLillo. Me gusta Bellow, y también mucho el Updike temprano: La Feria del asilo, En torno a la granja y El Centauro, simplemente en términos de pura escritura jodidamente bella. También hay muchos escritores latinos: Julio Cortázar, Manuel Puig, ambos fallecidos recientemente. Hay escritores jóvenes de los que ya te he hablado, como Mark Leyner, William T. Vollmann, que publica cuatro libros este año, Jon Franzen, Susan Daitch, Amy Homes. El mejor libro que he leído últimamente es de la mujer de Paul Auster, que se llama Siri Hustvedt. Es una noruega de Minnesota que escribió aquel libro titulado Los ojos vendados. No es que sea muy divertida, pero vaya si es inteligente.

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No hace falta pensarlo mucho para darse cuenta de que nuestro terror a las relaciones y la soledad, que son como sub-terrores de nuestro terror a quedar atrapados dentro de un yo (un yo psíquico, no simplemente un yo físico), tiene que ver con la angustia de la muerte, el reconocimiento de que voy a morir, y a morir totalmente solo, y el resto del mundo va a seguir alegremente sin mí. No estoy seguro de que pudiera darte una justificación teórica meditada, pero tengo la profunda sospecha de que gran parte del propósito de la narrativa consiste en agravar esa sensación de encierro y soledad y muerte, para inducir a la gente a afrontarla, puesto que cualquier posible salvación humana requiere que antes nos enfrentemos a lo que nos resulta espantoso, a lo que queremos negar.

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Utilizo una razonable cantidad de material pop en mi ficción, pero lo que quiero decir con ello no se diferencia en nada de lo que otra gente quería decir cuando escribían sobre árboles y parques y caminar hasta el río para recoger agua hace cien años. Simplemente se trata de la textura del mundo en el que vivo.

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Creo que es el mejor momento para estar vivo y probablemente sea el mejor momento para ser escritor. No estoy seguro de que sea el momento más fácil.

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«Las novelas son como los matrimonios», dice Wallace, cogiendo otro mondadientes de la caja que lleva en su mochila. «Tienes que tener ganas de escribirlas, no porque lo que escribas en ellas vaya a gustar, sino porque es bastante triste terminarlas. Tienes que entender que escribir novelas conlleva algo tan raro e infantil como tener un amigo invisible al que después matas, algo que nunca estuvo vivo salvo en tu imaginación, y se supone que has de salir a comprar alimentos y hablar con gente en fiestas y todo eso. Los personajes de los relatos son diferentes. Están vivos en el rabillo del ojo.
»No tienes que vivir con ellos.»


[Traducción de José Luis Amores]

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