El apagón
Son las doce de la mañana de un
lunes anormal: veintiocho de abril del año dos mil veinticinco. En Valencia es
fiesta —la Pascua de San Vicente—, pero el gimnasio está a rebosar. "¡Uf…!
¡Qué mal! ¿Por qué no se han ido a comerse la mona?", me digo al entrar.
Me cambio y salgo a la sala, a lo
mío, a muscular. Comparto máquinas con unas pavas y, de repente, la luz se
apaga. El deportivo es tan grande y tan guay que no pasa nada. Cada uno a lo
suyo con las luces de emergencia.
Sin embargo, el asunto seguía sin
solución y los móviles tampoco funcionaban. La maquinaria eléctrica también se
marchó. Los usuarios más precavidos se esfumaban, y los aguerridos allí
seguíamos, en la parte donde las paredes son transparentes y entra la luz del
sol.
Un runrún creciente me ha hecho
afinar el oído…
—¿Sabes lo que ha sucedido?
—pregunta alguien.
A lo que un chaval ha respondido:
—Se ha caído la red eléctrica
estatal. No hay cobertura móvil ni ná de ná.
Risas y comentarios a tutiplén.
Que si habíamos tenido un ataque cibernético, que si se había roto un satélite,
que el ataque provenía de las autoridades, que por eso nos dijeron que
compráramos un kit de supervivencia, que sí tal y pascual… La verdad, demasiados
“qués”. Tantos que te quedas con cara de gilipollas. Tantos que sabes que nadie
sabe el porqué.
Alguien dice, de repente:
—No ha sido solo en España. Toda
Europa está igual.
A esas alturas, nadie llevaba
cascos ni de hormiga ni de cable. Los que aún estábamos dándole a los hierros
nos mirábamos con cara de: “Es el principio del fin”. “Es el estamos hasta los
huevos de la manipulación”.
Primero la pandemia, después la
guerra de Ucrania, Israel, la DANA. ¡Ufff…! Ya lo dijo Elon: “La caída de las
telecos será la III GM”. A ver si tiene razón.
A todo esto, la monitora nos va dice:
—Si a la una y cuarto seguimos
igual, por protocolo de emergencia, el deportivo se cierra.
Es lógico, pienso. Hay zonas
oscuras y, en ese momento, somos pocos los que quedamos dentro. Nadie sabe lo
que puede pasar o lo que no. Pero, como estamos escaldados, mejor: precaución.
Las pocas damas que quedamos
vamos juntas al vestuario. Ya no podemos ducharnos. Recogemos los trastos y a
casa pitando. Cuando llegamos al cambiador, todas exhalamos. Hay más luz dentro
que fuera: focos de emergencia por toda la cuadrícula. Un gustazo.
En la calle, hace un calor
aplastante. Menos mal, porque voy sudada como un pollo. ¡Qué asco!, pienso. Al
llegar a casa, mi marido está tranquilo y se sorprende al verme. Su salud no es
demasiado halagüeña y aún no se ha enterado de lo que pasa. Hablamos y comienza
a darse cuenta de que no funciona nada. Nada de nada.
—En fin, es lo que hay. Ya
veremos qué nos cuentan —me dice antes de seguir su cháchara—. Preparo unas
latas de ensalada de pasta y comemos.
—Perfecto. Me doy una ducha y a
la mesa —le contesto.
El agua está como un témpano
porque el calentador es eléctrico. Canto a grito pelado. Las palabras me salen
a borbotones: “Los marines no tenemos miedo, somos de hierro”. Y sigo con un
cántico escatológico hasta que me hago con la temperatura.
Sigo mi periplo de ese lunes de
marras envuelta en una toalla. La comida me sabe a gloria y, mientras my
husband se hace una siesta, yo me voy a la cocina para arreglarla. Entonces
caigo en la cuenta de que no se oye nada. No surca ni el viento ni una mosca. ¡Mierda!
Lo mismo que la pandemia, pienso. Y en mi soledad solitaria comienzo un
soliloquio. Sí, seseando porque me da la gana: "Calma, señora. No es usted
una marine, pues a seguir sin acojonos, que no pasa nada. La luz llega en un
momento. Eso es lo que quiere el gobierno, que te asustes. Que todos nos
asustemos. Pero va a ser que no. Que, de eso, nada."
Unas horas más tarde, el panorama
es el mismo y salgo como un rayo a comprar una radio en algún sitio. Lo primero
que hago es acercarme al bar de los chinos, repleto de fumetas con cara de
amigos. Me acerco a una mesa con cuatro pavos y una señora en silla de ruedas.
Les pregunto si saben algo y me corean un rosario repleto de cuentas…
—Aunque estamos como tú, hemos
hablado con un colega y nos ha dicho que se ha caído la red eléctrica en casi
toda Europa, menos en los países del Este.
Ahí empieza la paranoia.
—¿No me digáis? ¿Entonces es un
ciberataque?
—Casi seguro.
—¿De quién?
—De los rusos. Pero tranquila,
que en Bilbao ya ha vuelto la electricidad y aquí llegará en unas horas. A lo
sumo, en un día. Nos han dicho que no salgamos de casa si la noche sigue fosca,
por precaución. Nada más.
—Gracias por la información.
Dentro de poco veo este punto como un cuartel general.
Risas por doquier. Yo también las
llevo por dentro. Sé que la bola ha comenzado a circular y que, si pregunto en
otro sitio, me dirán lo mismo o algo similar. No me creo nada.
Cuando paso por la jefatura de
policía, veo a un madero con cara de: “Pregúnteme argo, por favó”. Claro, me
parecía de mala educación no hacerlo…
—Buenas tardes, agente.
—Buenas tardes, señora. Usted
dirá.
Le cuento mi película. Que soy la
presidenta de una comunidad de ancianos. Que todos están preocupados. Que si
sabe algo. Que en el bar me han dicho… Que esto y aquello... Lo mismo que en el
gimnasio: demasiados “qués” para poco tajo.
—¿Qué quiere que le diga? Sabemos
poco más, lo que hemos escuchado en la radio. Es una avería eléctrica, con la
consecuente caída telefónica, en España.
—Gracias.
Me largo al paquistaní que está
cerca a por una radio, lo único que funciona. El chico está en la puerta. Le
pregunto y me dice que se le han acabado. Me hago un croquis en la cabeza de adónde
ir y allí que me encamino por los arrabales del centro de Valencia. La ciudad
está a medias tintas. Semáforos inutilizados. La mayor parte de los comercios cerrados a cal y canto,
farmacias chapadas hasta abajo. ¿Y qué cojones hacen ahora los enfermos si
necesitan algo?
Los pies me chillan como un coro
evangelista porque llevo más pasos que un maratoniano. Cuando ya no puedo más y
vuelvo de mala hostia a mi agujero. Y, ¡Plof! Como un milagro milagrero, veo
una cola de españolitos gilipollas con la cabeza gacha y a un moro con una
bolsa de plástico más grande que la de Papá Noel, repartiendo radios Baijiali
de diez euros por el doble de dinero. Me pongo en la hilera y espero mi turno,
cagándome en ese timador que se aprovecha de la situación. ¡Vaya mierda! Pero
regreso a casa con la radio perfecta.
De camino, escucho de todo y
pienso en la felicidad de los wokes en esta primera Edad Media del Nuevo
Milenio. Los influencers, sin embargo, se tirarán de los pelos. Y los
conspiranoicos harán sus cábalas.
Justo a las veinte y veinte,
¡Guauuu…! Vuelve la luz.
Amén.
© Anna Genovés
Manuscrito el lunes, veintiocho de abril de 2025. Revisado y
publicado, el domingo once de mayo de 2025.