Me pueden quitar la voz,
seccionar la garganta.
Pueden romperme en mil pedazos.
Hacer un nudo y morder mi lengua.
Pueden levantarse las piedras,
esconder todas las manos.
Arder los cimientos
y los centros de gravedad.
Puede detenerse el tiempo que me resta de vida,
y sufrir mis arterias una parálisis permanente.
Pero no me pueden quitar la poesía.
No pueden velar mi noche herida,
ni sacarme la ropa,
ni el sueño del hambre,
ni el amor de los pájaros.
No pueden perderse los malos tragos,
ni toda mi esperanza mansa.
No pueden callar a la bestia
que me devora por dentro.
Que me salva de todos contra todos,
que me eleva y me despierta salvaje.
Que me hace caer.
Poesía infección, poesía diseminada,
poesía metastásica,
arrítmica,
poesía de alterada pureza.
Desordenada poesía.
Poesía desmembrada y pública.
Poesía desnuda de credos,
de riendas y bocados,
de anestesia y tributo.
Poesía libre y sangrante.
Diferente frente al espejo y la carcoma.
Poesía sin obligatoriedad
de poesía,
sin la académica vara de medir.
Poesía de principios,
pero también de finales.
Poesía que late transparente,
que corre despiadada en busca
de su ser.
Poesía de las venas abiertas.
Poesía mínima,
intensa, febril.
Poesía consciente y de ojos cerrados.
Poesía revuelta y amotinada.
Poesía de los otros,
de los que tanto dicen sin poder hablar.
Poesía de manos y pies desnudos,
poesía atravesada por las balas.
Poesía vida.
Poesía milagro de ser poesía.
Poesía madre urgente
y moneda de cambio.
Poesía de todos,
poesía sin nada más.
No me pueden quitar la poesía.
No sin robarme el aliento
ni la hondura.
No me pueden arrancar las verdades completas,
ni las más rotundas mentiras.
No pueden quebrarme las piernas
ni detener la palabra.
Porque me hago muerte y cementerio.
Tierra quemada.
Campo de tiro.
Poema...
Sin más armas,
que la belleza escondida
en las entrañas de un verso.
Beatriz Bernabé