Cuenta la leyenda que el Día de Difuntos de cada año se les aparece a la Llorona y a su hijito a la hora de la cena el espectro del marido, joven soldado muerto durante la Revolución. El mozo no llegó a ver vivo a su niño, nacido en doloroso parto el mismo día en que él murió alcanzado en el corazón por una pinche bala de los federales.
Durante la cena el espectro canta a la viudita entre vaso y vaso de oloroso mezcal del Santo Gusano de Oaxaca y genuino tequila de Jalisco, unas coplas de amor y nostalgia a lo mariachi occidental, coreado por otros difuntos compañeros suyos caídos en combate. Cada uno viene condecorado con una medalla militar de rubíes que recuerda la herida que recibió en la balacera, y alguno con sus pedazos sangrientos recompuestos por una deidad habilidosa tras la explosión o cañonazo que lo jodió. La mejor copla dice así:
“Dos besos llevo en el alma, Llorona,
Que no se apartan de mí:
(bis)
El último de mi madre, Llorona,
Y el primero que te di.”
La Llorona llora de tiernísimo amor hacia su esposo y toma de él entre sus dedos gordezuelos como de niña un encendido clavelón de la China naranja y amarillo que en náhuatl se llama cempasúchil y está consagrado a los muertos. El se lo tiende con sus manos consumidas y purificadas de difunto enamorado que ha pasado por las cinco capas del Mictlán y ha ido dejando atrás la podredumbre de la carne que recubre los mondos y puros huesos que gustan a los dioses.
La flor parece un sol. El niño, asustado, esconde la cara en el terso y moreno cuello de su madre, que huele a humo y a piel de ángel, pero enseguida se repone y dedica a su padre una sonrisa que rezuma vida e inocencia.
Todos los buenos difuntos se reúnen esa noche bajo la protección y guía de las Cihuateteo. Son estas las diosas que acompañan al alma de las mujeres fallecidas al dar a luz y a los héroes caídos en combate, que para el pueblo y para los sabios y chamanes vienen a ser lo mismo. Los que se fueron y solo vuelven en su día de muertos tienen culto y el respeto de la gente, que les llora y les canta y se ríe con la risa de las calaveras.
Esta muerte, como la que une a la Llorona jarocha y su soldadito que tanto se aman, es más dulce que el San Muerte, o la Virgen de los Olvidados, que son avatares del arcángel Azrael en el vaivén popular, entre la fecundidad y la osamenta.
El beso a la novia viva y a la difunta madre son el mismo y mejor de la vida que comienza y termina. Pero, ojo, que de un tiempito a esta parte rondan los demonios de las sectas y de los cárteles de la droga, que tanto poder tienen y establecen sus propios oscuros cultos al santo rojo de la guadaña.
Las Cihuateteo son amables con los muertos y las muertas, pero suelen acechar a los caminantes en las encrucijadas para devorarlos, por lo que en tales sitios los fieles colocan ofrendas que les son gratas a esas diosas o espectras, como unos bizcochos que ellos saben hacer y yo no, y así no se comen a la gente, contentándose con la golosina.
Fray Bernardino de Sahagún llama a las cihuateteo Cihuapipitln y dice que son diosas de cara blanquecina como si estuviese frotada con polvo como de hueso mondo molido, y lo mismo los brazos y las patas, porque no tienen lindas piernas como las mujeres, sino que sus cuerpos acaban en pezuñas como los de los mulos. Llevan pendientes de oro, los cabellos recogidos delante en forma de cuernecillos, en la coronilla un ramillete de cempazuchitl o clavelones de Indias amarillos como el astro rey y su rubio regente Tonatiuh. Visten huipil de ondas negras y enaguas polícromas muy lindas. A veces en el Día de Muertos, se mezclan con las muchachas emperifolladas, cuanto más acicaladas mejor, y se llevan alguna por delante a sus cubiles siniestros para sorber su juventud.
A lo primero, el hijo de esta Llorona veracruzana que dijimos y del joven soldado muerto aparecido que la cantaba con amor, se asustó el pobre chiquitín de toda aquella caterva de muertos huesudos y desarrapados que venían con él a hacer coro, pero luego se acostumbró y de mayor se hizo dibujante de calacas literarias o calaveras y esqueletos que adornaban las revistas satíricas, y se las pagaban bien, como a su maestro don José Guadalupe Posada sus calaveras garbanceras.
Pilar Pedraza