Un hombre afortunado, de John Berger

 

[…] la enfermedad es con frecuencia una forma de expresión, más que una rendición del cuerpo a las contingencias naturales.

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La conciencia de la enfermedad es una parte del precio que primero pagó el hombre, y que sigue pagando a cambio de poder ser consciente de su propia identidad. Esta conciencia de la enfermedad aumenta el dolor o la incapacidad. Pero la conciencia de la propia identidad de la que es resultado es un fenómeno social, y con ella surge la posibilidad de tratamiento, la posibilidad de la medicina.

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A veces sucede algo similar con la muerte. El médico está familiarizado con ella. Cuando vamos o llamamos al médico, le pedimos que nos cure y que alivie nuestra dolencia, pero si no nos puede curar, también le pedimos que sea testigo de nuestra muerte. Su valor como testigo radica en que ha visto morir a muchos otros.

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El médico se convierte en el intermediario vivo entre nosotros y la multitud de los muertos.

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La enfermedad separa y fomenta una forma distorsionada y fragmentada de la identidad.

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¿Qué significa la palabra “depresión” para alguien que está deprimido? No es más que un eco de su propia voz.

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La angustia no siempre va acompañada del llanto. Puede estar contenida, y con mayor amargura, en el odio, en la venganza o en esa manera medio burlona de anticipar la crueldad con la que los desesperados aguardan a veces su propia destrucción. Pero toda angustia, al margen de su causa, ya sea ésta racional o neurótica, devuelve al que la sufre a una infancia que aumenta su desesperación.

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La irreversibilidad del tiempo es algo de lo que los niños pequeños son plenamente conscientes, aunque el concepto no signifique nada para ellos. Viven con esa irreversibilidad. En la infancia no se dan esas repeticiones inevitables. “Lunes, martes, miércoles. Abril, mayo, junio. 1924, 1925, 1926” representa la antítesis de la experiencia infantil. Nada se repite, lo que, por cierto, constituye una de las razones de que los niños pregunten insistentemente si ciertas cosas van a volver a pasar.

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Una de las fantasías más generalizadas entre los adultos es creer que hay segundas oportunidades. Los niños, a no ser que los adultos los convenzan o los sobornen, saben que no existen. La forma en la que necesariamente se enfrentan a la experiencia imposibilita que puedan considerar esa idea.

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Cuando estamos angustiados, volvemos a la primera infancia porque es en ese periodo de la vida cuando aprendimos a sufrir la experiencia de la pérdida total.

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Lo único que sé es que la sociedad actual desaprovecha y, al hacer prevalecer la hipocresía, vacía la mayoría de las vidas que no destruye; y también que, en los términos de esta sociedad, un médico que no se limita a vender curas, ya sea directamente a sus pacientes o a través de los servicios estatales, es inestimable.



[Alfaguara. Traducción de Pilar Vázquez]

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