Los rofiones

El perfil del rofión es básico: mucha testosterona, poca neurona. La evidencia de lo antedicho le salta a la boca, porque suelta palabras y argumentos de calibre grueso que suelen traicionar su «carita de yo no fui», su falso dominio propio, pero, ¡zas!, un lapsus linguae y te sueltan, por ejemplo, que «saben dar golpes de Estado» o que «si hace falta ser un dictador lo serán, con tal de arreglar los problemas de la gente». Luego reculan, matizan, pero ya se les vio el cobre y queda en evidencia el verdadero talante.

El rofión, asambleario, municipal o presidencial (hay una variante que se dedica a la payasada y a repartir caramelos), cree que los problemas se resuelven parándose firme y lanzando exabruptos contra las listas grises en las que estamos metidos, contra los corruptos o contra los que no piensan como ellos: la testosterona le nubla las neuronas que deben aplicar a la pedagogía democrática que no conocen ni les interesa, porque saben que ese «tumbao» le gusta a la gente que cree, como ellos, que las cosas cambian porque uno «reprende» o «declara» (no olviden los golpes de mesa del alcalde ilustrado).

Esos que rofean son en política tipos peligrosos, matones de esquina que se aprovechan de la «nostalgia del dictador» que permea cada vez más hondo en la mente de muchos ciudadanos al ver que nadie resuelve nada, y serían felices comprando la «paz» de las dictaduras con la libertad de una democracia imperfecta como la nuestra, como todas. Ningún tiempo pasado fue necesariamente mejor: es nostalgia, un espejismo del alma.

No está bien que un presidente invoque la figura de un dictador para enfatizar sus deseos de resolver los grandes problemas: o no sabe que ya hemos vivido bajo una dictadura, o lo sabe, y tantea para ver qué tal le sienta eso a la gente. O quizás, como buen rofión, le sobra testosterona y le falta un pocotón de neuronas.

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