Hace varias semanas (exactamente el 2 de febrero de 2021) fui a comer a casa de un amigo, y nada más llegar me enseñó un nuevo aparato que había comprado. Se trataba de un asistente virtual conocido como Alexa. A mi colega todos estos aparatos le fascinaban, y siempre que salía al mercado cualquier novedad de este tipo, él era de los primeros en correr a la tienda para hacerse con ella. Mi amigo le empezó a preguntar por el tiempo que haría por la tarde, y justo después sonreía satisfecho al escuchar el pronóstico y la voz femenina de su juguete nuevo. Luego le pidió que le contara un chiste, y más tarde le dijo que pusiera un poco de música tranquila. Empezó a sonar algo de jazz ambiental y él me miró como queriendo decirme: “¿Has visto qué pasada...?” Mi colega entonces se fue a la cocina a vigilar el arroz con verduras que había dejado en el fuego y yo aproveché el momento para hacerle a aquel aparato otro tipo de preguntas:
—Alexa —dije con determinación—, ¿cuál es el sentido de la vida? —¿Existe Dios? —¿Existe vida inteligente más allá de nuestro sistema solar? —¿Eres un dispositivo de espionaje de Amazon? —¿Cómo puedo encontrar a la mujer de mi vida? —¿Es posible que en el futuro el ser humano llegue a alcanzar la inmortalidad gracias a los avances de la ciencia y la tecnología? —¿Cuánto tiempo le queda al planeta Tierra antes del gran cataclismo atómico? La verdad, ninguna de sus respuestas estuvo a la altura de mis expectativas. Pero qué se podía esperar de un producto que tenía un precio de mercado de 29,99 €.
Alexander Drake