—Bob –soltó mi amigo Tom, con el brazo encima de la mesa, y me miró suplicante—. ¿Qué coño importa quién sea el último en acabarse una lata de birra?
Agarré el hacha con las dos manos. Aquella era un hacha enorme que mi padre guardaba en el sótano para cortar leña en situaciones urgentes como esta.
—Tom —le dije, intentando hacerle ver la importancia de aquel acto—, esta es una apuesta. El último en beberse su cerveza pierde un brazo. Y una apuesta es una apuesta. Aquí y en todos los sitios. Tú has perdido. Y si yo no puedo confiar en tu palabra, tampoco podré confiar en la del vecino, ni en la del vecino del vecino del vecino. Y, entonces, ya no podré confiar en nadie. Y si no puedo confiar en nadie, ya te has cargado toda nuestra sociedad. Y reinará el caos.
En la mesa de al lado tenía todo listo. Vendas, alcohol y una neverita de camping llena de hielo.
A nuestro alrededor, Max, mi perro, un enorme San Bernardo, no paraba de molestar, dando saltos y moviéndose de un lado a otro. Hacía meses que estaba nervioso.
Tras el accidente, el espíritu de mi padre se había reencarnado en aquel chucho, que apareció esperándonos en la puerta de casa justo el día que volvimos del cementerio después de enterrarle.
Tom, pálido, agachó la cabeza.
Miré por la ventana. En la calle seguía nevando.
—Sí. Vale —balbució Tom—. Una apuesta es una apuesta. Pero lo que hagas hoy con tus amigos, también determinará el orden del universo y te perseguirá toda la vida… Quieras o no…
—Sí. Comprendo —dije muy seguro.
—Voy a perder el brazo, Bob…
—No, Tom. No vas a perder tu brazo. Te lo prometo.
—¿Y si dejamos todo esto para otro día? ¿Eh? —soltó.
Levanté el hacha con las dos manos.
Me eché hacia atrás. Y le dije que no mirara.
Después del golpe, vi a través de la ventana cómo todos los pájaros que había en la calle se desbandaban de repente.
Dos minutos después salí corriendo a la calle.
Nevaba con fuerza.
Subí la puerta del garaje. Saqué marcha atrás el viejo Ford de mi padre y lo dejé aparcado en la acera con el motor encendido.
Luego volví corriendo a casa a por Tom.
Tom, todavía al lado de la mesa, llevaba la herida envuelta en un enorme trapo, a la altura del codo, atado con una goma que habíamos encontrado en la cocina para evitar la hemorragia.
El trozo de brazo cortado había saltado al suelo tras el golpe.
Con la rapidez de una gran emergencia, dispuesto a cumplir mi palabra, saqué a mi amigo de casa. Lo ayudé a entrar en el coche.
Luego volví a por el brazo.
El plan era irnos entonces al hospital para que allí se lo cosieran.
Pero, justo al abrir la puerta, Max salió en tromba, juguetón, con el brazo de Tom en la boca, como si fuera un hueso. Y corrió calle abajo.
A papá, cuando estaba vivo, también le encantaba fastidiarnos jugando a escondernos cosas.
—¡Max! —grité—. ¡Max!
Pero Max no paraba.
Tom bajó la ventanilla del coche y gritó:
—¡Bob! ¡Se escapa! ¡Se escapa!
Recordé entonces el viejo rifle que guardaba mi padre en el salón y corrí a por él.
De nuevo en la calle apunté con el arma a Max, que huía, rápido como un demonio, perdiéndose entre las casas nevadas.
Algo dentro de mí me decía que no podía pegarle un tiro.
No. Dentro de aquel chucho estaba el espíritu de mi padre. Y si disparas a tu propio padre… ¿Qué nos queda después?
Pero también le había prometido a Tom que recuperaría su brazo. Y una promesa es una promesa.
Levanté la vista hacia el cielo nublado.
La tormenta no amainaba.
Y yo, mientras, con el rifle entre las manos, seguía intentando mantener el frágil orden del universo, hasta que otra vez volviéramos a tener la situación bajo control.
Eduardo Quijano Sánchez,
de El frágil orden del universo
(Cazados de ratas editorial, 2023)