BAILARINAS DE RAFIA
Después de haber amado tanto las raíces,
A mi madre,
Julia Moreno Herrera
Después de haber amado tanto las raíces,
de aspirar profundamente el aire
buscando los aromas de la infancia.
Después de tanta ensoñación en viajes
por carreteras secundarias y alegrías primarias
cuando nadie dirigía tu parada
y las estaciones de servicio eran,
más allá de un par de surtidores
y unos aseos bajo demanda de llave,
una quimera americana.
¿Qué nos queda, madre?
¿Por qué la distancia, si tanto nos amamos,
es cada vez más larga?
Ahora la desmemoria lo anega todo
y solo hay vagones de recuerdos oxidados
en paradas muertas.
Ahora tú eres la niña secuestrada
y se hace imposible el rescate.
buscando los aromas de la infancia.
Después de tanta ensoñación en viajes
por carreteras secundarias y alegrías primarias
cuando nadie dirigía tu parada
y las estaciones de servicio eran,
más allá de un par de surtidores
y unos aseos bajo demanda de llave,
una quimera americana.
¿Qué nos queda, madre?
¿Por qué la distancia, si tanto nos amamos,
es cada vez más larga?
Ahora la desmemoria lo anega todo
y solo hay vagones de recuerdos oxidados
en paradas muertas.
Ahora tú eres la niña secuestrada
y se hace imposible el rescate.
Todas hemos sufrido alguna vez
el síndrome de Estocolmo.
No hay urgencia en visitar
el nido del añoso árbol:
todo rezuma tristeza y abandono.
Incluso aquellas bailarinas de rafia plastificada
que bordaste con tus manos cuidadosas,
hoy resultan pantomimas de torpes trazos,
figuras cansadas sobre el fieltro que las sostiene
mientras a mí ya no me auxilia nada.
¿CUÁL ES MI NOMBRE?
Se te ha quedado tan inmenso el mundo
que hasta sobra espacio en los armarios
antes abarrotados de vestidos
y ajuar urdido cuando aún se te permitía soñar;
ropa que guarnecía nuestras camas
y secaba nuestros cuerpos
—tus cuerpos—
mojados tras un baño a regañadientes.
Es fácil que las perchas apenas choquen entre sí:
ya tienen suficiente barra para deslizarse
como escuálidas bailarinas de colores.
Una pequeña mesilla junto a una cama
en la que duermes sola será, a partir de ahora,
tu única compañera de noche.
Compartes las estancias como si fuesen tuyas
cuando ya nada tienes
salvo la capacidad de confundirlo todo,
de nombrar a las visitas a tu antojo.
No, mamá, no somos tus hermanas.
¿No recuerdas? Solo tienes un hermano
que vive en Barcelona.
Frunces el ceño, retraes cuello y cabeza
y se dibuja una media sonrisa en tu rostro.
Y entonces nos miras recelosa
como si fuéramos nosotras
las que hubiésemos enloquecido.
SILENCIO
Hay tanto silencio en los pasillos,
en el comedor,
en la sala de visitas.
Suena un hilo musical para ahogar
el sigilo de los que han olvidado
el día de ayer,
el rostro de ayer.
En esa mole de ladrillos grises
es contagioso el mutismo
y la risa parece una ofensa,
una bofetada en un rostro muerto.
Hoy me he colado en la cama
de tu habitación prestada.
Allí estabas, vestida y silenciosa,
ausente y casi viva.
Entré sin llamar y tu cara se iluminó al verme.
Hoy no hubo duda alguna de quién soy yo
aunque no recordases mi nombre.
Me invitaste a tu lecho y nos abrazamos
entre risas, como locas
inmunes al destrozo de la soledad,
al olor de orines y pañales defecados,
a los lamentos de una anciana
gritando un nombre sin respuesta.
Ella no ha parido una eterna niña
que acabe enredada entre sus sábanas.
LA PÉRDIDA
La pérdida es el dúctil vacío
de las tardes de domingo,
no encontrar la palabra adecuada,
mirar con extrañeza el rostro antes venerado.
Julia Navas Moreno, de Bailarinas de rafia (Chamán Ediciones, 2024)