Una de las alegrías de este año es que en Sajalín hayan recuperado a David Goodis, que suele ser carne de librería de saldo. Esta novela es formidable por su retrato de los barrios bajos y el modo en que sus habitantes están atrapados en un territorio del que no pueden salir, lo que crea un clima de asfixia y fatalidad. Aquí nos cuenta la historia de un William Kerrigan, estibador dividido entre el pasado (su hermana muerta), el presente (su actual novia) y el futuro (su futura mujer). Un estilo seco, sobrio, muy americano.
Dos fragmentos (y las primeras páginas: aquí):
Kerrigan levantó el vaso.
-Buena suerte, Johnny.
-Eso no existe –dijo el hombre–. Es toda mala. –Sonrió mirando el vaso de whisky y le dio un buen lingotazo. Le costó tragarlo, soltó un improperio mientras tosía e intentaba no asfixiarse. Puso fin al ataque de tos con otro lingotazo. Mientras tragaba, cerró los ojos. Luego volvió a sonreír.
-¿Tú también te sientes solo? –preguntó.
-A veces –contestó Kerrigan.
-Yo siempre me siento solo. –Dejó de sonreír y se quedó mirando fijamente el whisky que le quedaba–. He estado en todas partes, he hecho de todo y he conocido a todo el mundo. Y ahora me siento solo.
-A lo mejor necesitas una mujer –aventuró Kerrigan.
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Para Kerrigan, la constatación de aquella realidad fue como un mazazo que lo devolvió a la tierra, donde se llamaba al pan, pan y al vino, vino. Se miró el cuero roto de los zapatos de trabajo y los callos de las manos y pensó: “Más te vale espabilar y poner los pies en la tierra”.
[Sajalín Editores. Traducción de Diego de los Santos]