[...] este artefacto poético al que te asomas, nace de la libertad y el respeto de dos artistas, dos géiseres creativos e incansables que no transigen, Pablo Cerezal y Diego Vasallo. […] voy a imaginar cómo se sumergen tus ojos en este maremoto de pensamientos, canciones, vivencias, lugares, placeres y llantos, porque aquí hay dos bosques líricos, frondosos y únicos que se recorren mutuamente, sin miedos ni guías y así sería hermoso adentrarse en este libro. De la mano de dos prestidigitadores de verbo cirujano recorriendo y dejándose recorrer la entraña sin artificio. Y da miedo, honestamente, entrar en la mente de un creador total, ya sea un Da Vinci norteño o un Shepard castizo. Da miedo porque cada vez es más difícil hallar voces que respondan a su propia voracidad, a su caos, a su inconsciencia incluso. Puros outsiders de la luz y la calle fácil, que diría Tom Waits.
Extracto del prólogo, «Mapas de hielo y arena», de Julia Roig
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La memoria, cuando libre, retiene momentos y los deforma. Después, la soledad les hace el boca a boca y el artista los vomita sin recordar en qué momento llegaron la indigestión o el desconcierto. El artista nunca es cauto. El artista cae, una y otra vez, en la trampa de sentirse invadido. Si maneja lo que le acomete sólo será una muestra de talento, esa sobrevalorada capacidad. Pero el artista no sólo se nutre de talento. El artista dispone a su antojo, ante sí, los elementos, sean mareas o pedazos recortados de verbos que hieren como herida sin cauterizar. Y les permite jugar. Y le duele porque cree que siempre pierden. Espera, sin prisa pero ansioso, la próxima partida.
Diego ha hundido en sus pulmones semillas de arena para dotar a sus cuerdas vocales de una textura acorde con la música que busca o le busca, la que persigue o le persigue, la que anhela alcanzar sin comprender que ya le dio ella a él alcance. Y su voz, en ocasiones, lo es todo. Un vendaval calmo de grietas a las que nadie ha puesto nombre. Un caudal de tormenta contenida.
Me asomo al «Homenaje a Cioran» e imagino a Diego rebanándose los sesos con un arco de violín centroeuropeo para hallarle la melodía a ese verso que le acuchilla la aorta susurrando por cuánta soledad se compra un gramo de felicidad. Y melodía, siempre, rima con melancolía.
Hemos acariciado la noche cuando sólo era premonición y hemos tomado una última copa en el camping en que Berrio se alojó durante un tiempo. Diego nos explica que en su caravana tenía de todo, que sus espacios estaban bien delimitados, que tenía una pequeña parcela con jardín, que allí componía, cantaba, tocaba y vivía, que para él era casi lo mismo. Un espacio delimitado en que contener toda la poesía. Un espacio con inicio y fin, para que la poesía no se desparramase monte abajo. Un lugar donde adiestrar el caos entregándose a los hábitos.
El amor. El dolor. La pasión y el Cristo crucificado en dos líneas que se extienden, como bañistas orondos, sobre un sfumato de vida que boquea mientras le saltan comba las sardinas. El Cantábrico en cirugía de vientos a los que aún no hemos puesto nombre. El Monte Igueldo como canino del diablo, dispuesto a morderte el paso trastabillado de alcoholes noctámbulos o futuros inmediatos. Discotecas masticándole el silencio a sus escarpaduras hechas de noche sin tiempo. Y después rescatarse en la huida. Volver a casa como quien regresa a la melodía, al poema o a esa canción de amor que es cruel justamente porque habla de amor, del de verdad, del de sin palabras gastadas.
Pablo Cerezal,
de Diego Vasallo, trayectoria de una ola
(Parkour Poético, 2024)
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