En 1993, con 18 años, fui por primera vez a Estados Unidos. Viajaba con destino a California con la intención de pasar allí un mes entero. Antes de aterrizar, las azafatas fueron repartiendo entre los pasajeros un papel de color verde con unas cuestiones que debíamos responder y volver a entregarles poco después. Empecé a leer aquellas preguntas.
—¿Sufre usted algún tipo de desorden mental?
—¿Es usted consumidor o adicto a alguna droga ilegal?
—¿Pertenece o ha pertenecido usted al Partido Comunista?
—¿Ha estado alguna vez en prisión?
—¿Ha estado involucrado en alguna actividad criminal o inmoral?
—¿Ha estado involucrado en algún asunto de espionaje o sabotaje?
—¿Ha participado en actividades terroristas o genocidios?
—¿Entre 1933 y 1945 estuvo usted involucrado, de algún modo, en persecuciones asociadas con la Alemania Nazi o sus aliados?
—¿Planea usted atentar contra el presidente de los EE.UU.?
La lista seguía… Era el descojono absoluto. Respondí a todo que sí y esperé a ver qué pasaba.
Poco más tarde el avión tomaba tierra después de casi 12 horas de vuelo. En cuanto llegué al control de acceso vi que un par de policías se aproximaban hacia mí con paso decidido y cara de muy pocos amigos. Me pidieron el pasaporte y después me llevaron hasta una habitación dentro de unas dependencias que había en el aeropuerto. A continuación se sentaron otros dos tipos frente a mí. Me dijeron que eran del FBI. Estuvieron interrogándome e investigando todos los datos sobre mi pasado durante más de dos horas. El tiempo que necesité para convencerles de que nada de lo que había contestado en aquel papel era cierto; y que tan sólo buscaba tener ciertas experiencias para poder escribirlas en el futuro. Supongo que jamás en su vida habían escuchado algo tan absurdo.
Alexander Drake,
de Insidia
(Ediciones Insurrectas, 2024)