Las bestias, de Gijs Wilbrink

 


Con el éxito de ventas y de crítica de esta novela, su autor, el también músico Gijs Wilbrink, ha demostrado que puede escribir un libro de diálogos y personajes y ambientes a la manera de esa potente literatura sureña de Estados Unidos que en España publican las editoriales Sajalín y Dirty Works… pero situado en territorios de los Países Bajos. Ya sabéis: bosques, entornos rurales, gente de pueblo enfrentada, rifles y trampas para cazar, mujeres fuertes, hombres con mirada de pitbull, problemas de drogas y de alcohol, individuos que se saltan las leyes a la torera, asfixia por llevar toda la vida en zonas en las que el regreso del pasado y cierto provincianismo no les permiten avanzar.

Además de esas virtudes, lo que más sorprende del libro de Wilbrink es la estructura tan inteligente del libro. Se alternan dos tiempos narrativos que se acaban solapando y también dos voces narrativas. Empieza con una historia sobre hombres que van de caza con su sobrino, un niño que tendrá el futuro marcado a partir de entonces, pero en realidad uno va advirtiendo que no es una historia de hombres que venden bestias y que parecen bestias, sino la historia de tres mujeres que tratan de salir adelante en ambientes hostiles. Sorpresa tras sorpresa, Wilbrink nos introduce en una violencia latente, que parece que va a estallar pero de momento sólo estalla en los diálogos, en las actitudes.

El inicio de esos dos tempos narrativos es así: en uno se nos relata la infancia y la juventud de Tom Keller, ese niño que fue a cazar con sus tíos; en el otro, la desaparición de Tom cuando ya es un hombre mayor casado y con descendencia. Una historia explica a la otra porque, como nos enseñaban en Magnolia, el pasado siempre vuelve porque no ha acabado con nosotros aunque parezca que lo hemos dejado atrás. Así comienza Las bestias:  

A mí no me gusta hablar, pero en mi opinión, todo empezó a torcerse para Tom Keller aquella noche en la que sus dos tíos se lo llevaron al bosque y lo obligaron a hacer cosas que un niño de nueve años no debería hacer nunca. Era imposible que Frank, el padre del pequeño, lo hubiese permitido. Aunque, en realidad, creo que Frank no estaba al corriente, a pesar de que por aquel entonces aún no lo habían metido en chirona.
Sin embargo, no tardaría en enterarse y acabaría sabiendo lo que todos supimos: que Johan y Charles se llevaron consigo a aquel pobre chaval durante la noche más larga del invierno. Se fueron con él al bosque en su apestoso y desvencijado Volvo, entre cuyas ruedas habían tensado un alambre, de esa guisa cruzaron a todo trapo los helados senderos forestales y cuando llegaron al final del camino dejaron que aquel niño –su propia sangre, su sobrino– regresara a pie para recoger del suelo los conejos decapitados.
Aquellos dos ni siquiera se volvieron para mirarlo. Estaban de un humor de perros; aquella noche las bestias estaban inquietas, se avecinaba una tormenta.
El interior caldeado y húmedo del Volvo debía de apestar a sudor y a tabaco de liar, mezclados con el tufo de unos cuantos faisanes, liebres y turones muertos y desollados que los hermanos habían dejado sobre la bandeja trasera. En la oscuridad, los cadáveres parecían el viscoso pedazo de carne de un animal con seis patas delanteras y tres colas.



[Bunker Books. Traducción de Catalina Ginard Féron]

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