Desde muy niña lo afirmaba y a mí me crispaba los nervios. Ponía esa expresión suya, que luego sería tan característica, y sostenía que la muerte era una señora muy vieja que la miraba con la cara rara y los ojos llenos de agua. Que estaba justo al lado de su papá, que ese día, como todos los días entonces, llevaba la camisa azul y manchada del trabajo. Que recordaba perfectamente el olor a aceite y hierro propios del taller cuando él la sujetó en brazos. Y luego empezaba a describir minuciosamente mi sonrisa enorme, el sonido de los latidos de mi corazón cuando la tenía en mi regazo, lo dulce de mi voz al susurrarle una nana... y me crispaba los nervios. A mí y a Juan, porque todo había sido exactamente como ella lo contaba, a excepción de lo de la vieja que no entendíamos de dónde lo había sacado. Y ya no sabíamos qué era más estremecedor, el recuerdo completamente nítido o aquello que no descifrábamos si era invención o un algo aterrador. Y más adelante, cuando Erika fue creciendo, como que nos acostumbramos, si es posible utilizar ese término, pero siempre, siempre, nuestra hija conseguía crisparme los nervios.
Javier Vayá Albert,
de Erika y el tiempo
(Loto Azul Editorial, 2024)