Los microscopios, en aquella época, otra de mis grandes pasiones... También debido al laboratorio de los PP. Agustinos, donde me topé con ellos por primera vez: mediados los años 70 el niño inquieto que hace cuatro décadas fui observando a través de aquellas lentes otros parajes y mundos... Aquella pasión infantil, aquella ilusión por las cosas a los, calculo, once o doce años, el descubrimiento de aquel laboratorio del que no me canso de escribir, lleno de todo lo que más me gustaba, animales disecados y acuarios y minerales y fetiches de tierras lejanas... Allí, en cada pupitre, teníamos nuestro microscopio, y allí observé por primera vez a través de una lente lo que mis ojos a simple vista no lograban captar: amebas, alas de mosca y de mariposa, tejidos de plantas y esporas, etc, etc... Como abrir la puerta a una realidad paralela (antes, mucho antes de leer a Castaneda), cómo me gustaban aquellas clases en el laboratorio, quizás de mis mejores recuerdos de tantos años encarcelado en aquel presidio, las prácticas de Ciencias Naturales en séptimo de EGB... Así, fascinado por aquella galaxia en miniatura, comencé a darle a mis padres la lata con los microscopios, hasta que conseguí que me regalaran el primero: un instrumento primitivo y tosco con el que comencé a vislumbrar otros universos, paisajes increíbles en pequeñas motas de polvo o de moho, lo sorprendente de cualquier tejido sintético o vegetal o animal, sus diminutos recodos y celdas y los secretos que, lejos de nuestra mirada ordinaria, escondían.... Pero no era suficiente, el aumento de aquel microscopio no me bastaba, y seguí insistiendo hasta que al fin me regalaron otro más potente... Y entonces sí, nuevas sorpresas, lo que antes solamente intuía pude verlo al detalle, gotas de sangre, glóbulos blancos y rojos, microorganismos de charca, cualquier cosa que se me ocurría la sometía a la mirada incisiva de aquella lente de cristal, siempre queriendo llegar más allá, más potencia, nuevas visiones, pero siempre, también, limitado por los aumentos del microscopio... Creo que en el fondo buscaba algo intangible, fuera del mundo, como vía de escape a la realidad tediosa y gris que vivía, sitios de poder, llaves que abrieran las puertas a dimensiones paralelas... Hasta que tiempo después, ya de adolescente, llegó a mis manos, en alguna antología de cuentos de horror, La lente de diamante, un inquietante relato de Fitz-James O'Brien, que fue para mí una revelación, aquella sorprendente historia de un joven obsesionado con la microscopía, que después de un pacto con el Diablo, se hace con el secreto de la lente universal y descubre, en el interior de una gota de agua, a su amor platónico, Anímula, la ninfa total, seductora, grácil y perfecta, musa en lo sucesivo de sus desvaríos... Y comprendí que algo así, lejos de la percepción sensorial, debía estar buscando yo ya de niño tras todas aquellas lentes, algo imposible y etéreo que se me iba a escapar siempre de las manos... Y aún más años después, ya rondando los treinta, la oscurísima y tétrica versión de ese mismo relato por Leopoldo María Panero en un memorable libro titulado El lugar del hijo, que fue otra de mis lecturas de cabecera, donde se daba una vuelta de tuerca más al cuento de O'Brien para terminar de desvelarme las claves subconscientes de aquella pasión infantil: perseguir el ideal, el espejismo y la perla, tras la apariencia cotidiana de las cosas... También en ello, pluma en mano, continúo...
Vicente Muñoz Álvarez,
de Regresiones
Nueva edición ampliada en LcLibros: