Bastó tomar agua de un vaso de hojalata, bastaron unas cuantas horas de sueño en la paz del santuario interior del kyozo, para que el nieto del príncipe Genji recuperara las fuerzas.
Estaba sentado, inmóvil, envuelto en la delicada fragancia del tatami.
Permanecía exactamente tan inmóvil y estaba exactamente tan despierto como a su alrededor los ejemplares del Sutra del Diamante, tanto en el orden de los estantes que habían quedado intactos como abajo en el suelo, de tal modo que allí dentro ya no había nada que tuviera una mayor velocidad que lo demás.
Era como si no respirara. Siguió concentrando la mirada en el lacado de la mesa, negro, lustroso y espejeante, y en el hecho de que esa mesa lustrosa estuviese vacía.
Desde fuera, la luz del sol poniente entraba ya en horizontal.
Detrás del kyozo, en la espesura de una alta azalea, permanecía agazapado un zorro rabioso, listo para saltar.
Tenía los ojos abiertos y no pestañeaba.
En esa mirada paralizante, inmóvil, confusa y roja no había más que ardiente locura.
Cayó la noche.
Poco a poco, los magnolios empezaron a cerrar sus enormes pétalos.
[Acantilado. Traducción de Adan Kovacsics]