Aurelia, Aurélia, de Kathryn Davis

 

Hay momentos en la vida en los que creemos estar a punto  de transformarnos en algo. En aquel entonces yo tenía dieciséis años, había devorado El cuarteto de Alejandría y me creía adulta.

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La primera vez que estuve en Alejandría era una estudiante de bachillerato de dieciséis años que vivía en Filadelfia; la segunda, una mujer casada de veintitrés que vivía en una isla griega. Intentaba aprender griego demótico ayudándome de un diccionario de bolsillo y de una hermosa edición en dos volúmenes de la poesía de C. P. Cavafis.

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“A veces preferiría ser no tanto una imaginación, sino una persona”, escribí. La verdad es que no sabía ni dónde estaba ni qué era. Vivía en un cuerpo, pero había una parte de mí que, como Virginia Woolf, parecía capaz de funcionar sin él.

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En el autobús de vuelta desde Nueva York me abismé en el terror, el espacio de tiempo que abarca desde que nacemos, nos enamoramos, amamos a alguien y vivimos una vida con esa persona hasta que al final nos encontramos con la muerte.

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Nunca me había imaginado en la cima de una montaña en Terranova. Pero en aquel entonces tampoco me imaginaba en la cama con un marido moribundo.

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“He caminado hoy por las montañas. Hacía un tiempo húmedo y toda la región estaba gris. Pero el camino era suave y, a trechos, muy limpio. Al principio llevaba el abrigo puesto, pero pronto me lo quité, lo doblé y me lo colgué del brazo. Andar por aquel maravilloso camino me producía cada vez más placer; tan pronto echaba cuesta arriba como volvía a bajar bruscamente”.
Robert Walser escribió más de cincuenta relatos sobre el paseo; este es un extracto de “Pequeño paseo”, uno de los más breves y, como toda la prosa de Walser, imposible de clasificar, aunque Susan Sontag lo intentó diciendo que era “un cruce entre Stevie Smith y Beckett”. Los relatos de Walser se consideran ficción, pero está claro que el narrador es la misma persona que el autor.

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Cuando hay que convivir con un moribundo, es difícil distinguir entre lo fútil y lo imposible.

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Aurelia, Aurélia. Se produce una suerte de tránsito desde el rincón de nuestra mente donde reside la memoria, tan firmemente asentada como la casa en la que crecimos, y la herramienta operativa del pensamiento, diseñada para transportarnos a nosotros y nuestros recuerdos a otro lugar, como si cruzáramos el océano en un barco. Al principio el barco seguía apareciendo en el horizonte, una abstracción, como el Kahana, pero, luego,  de cerca, llegaba la concreción, una visión del yo concreto en un momento concreto, requisito indispensable para satisfacer la necesidad que tiene la memoria de alojarse en un huésped que la aleje cuanto pueda de la nostalgia.    



[Muñeca Infinita. Traducción de Vanesa García Cazorla]

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