Hay a quien le espanta y a quien le fascina. Por mi parte, he de declararme, sin titubeo, entre los segundos. Me fascina la carne cruda: su sabor y, sobre todo, su textura. Porque el sabor es retenido en la cárcel brava en que también languidece el olvido. Pero la textura es cosa que nunca se olvida.
Así los relatos de Pepe Pereza. Tal cual, como carne cruda. Del lector depende si decide hacer de ellos banquete o apartar el plato por miedo, desconfianza o asco.
Decía Julio Cortázar que el cuento, el relato, es una esfera cerrada y sólo es perfecto cuando se aproxima a esa forma en que no puede sobrar nada y en la que cada uno de los puntos exteriores está a idéntica distancia del centro. Pues así los cuentos para no dormir de Pepe Pereza. Así sus relatos y así esa manera que tiene de envolverlos en otra esfera más grande que es un todo. Porque sus relatos no sólo son esféricos, a lo Cortázar, sino que se agrupan en volúmenes que tienen sentido por sí solos. Como debería ser un poemario, ahora que tanto se lleva eso de juntar «poemas» u ocurrencias segmentadas en un volumen y llamarlo poemario.
No proliferan los volúmenes de relatos acariciados por una misma idea que les dé forma pero no los deforme. No existe la palabra «relatario», todo queda en «cuentos de», «relatos de» o, ya puestos a ensuciar el fango, «los mejores relatos de» o «cuentos completos». No así en el caso de Pepe Pereza. Él escribe al dictado de una idea que agrupa y sincroniza un tropel de barbaries vividas o simplemente advertidas. Porque Pepe observa la realidad circundante, esa que otros llaman sucia sin advertir que simplemente es sucio lo que la rodea. Pepe observa, bebe, degusta, traga y macera en el aparato digestivo de sus dedos como teclas toda la realidad que a otros nos anega. Y después la escupe. Y no por revestida de esputo es sucia. Sucia, a la realidad, la hacen los que ni siquiera la circundan. Los que viven apoltronados en su diván de almohadillados sueños de grandeza. Los que de la literatura no tienen noticia ni de la vida certeza.
Realismo sucio. Bukowski y el resto de icónicos iconos que pueblan las redes y los noticiarios a lo Che Guevara after ZARA. Más sesudos los hay: hablan de Carver y sus renglones como puñaladas. Aun, más robustos en su sapiencia, otros: mentan a Cortázar sin haber pisado una línea de sus rayuelas oxidadas de saliva y espina.
Pepe Pereza habita el anonimato, y sólo desperdicia referencias compartiendo vandalismos o pasiones en su muro de Facebook, muy de tanto en tanto, sin molestar ni referir ni agradecer ni aplaudir. Pero luego, en su día a día, contempla la vida con ojos de gato descreído, regresa al hogar, se asoma al teclado y permite que sus dedos comiencen a ametrallar a un sinfín de personajes que ya venían heridos de fábrica. De sus dedos brota la vida real, con todo su catálogo de desdichas y toda su vulgaridad. Detiene, por un instante, el ritmo, y fuma, profundo y certero, inhala THC o nicotina, comprende que sus personajes pueden aparentar sucios, ruines, hoscos o desagradables al lector, y les devuelve la hondura que les pertenece, la ternura de que no adolecen, esa que les han usurpado los mandamases del día a día.
La química del color, el último, hasta la fecha, «relatario» de Pepe Pereza, es otro catálogo de esferas perfectas, en lo literario, y vidas maltrechas de horror y ternura, en lo humano. Los colores como leit motiv que ordena el ritmo de su prosa exacta, el de los pasos hacia el vacío que dan todos los personajes que lo pueblan, incluido él mismo, de quien hace personaje para acercarnos como merecemos al sufrimiento y el pánico que puebla la vida de este ser que llamamos humano. Incluido él mismo de tal manera que, sin aún haberlo hecho, deseo mucho más que años atrás el abrazo que nos debemos. Su prosa afilada y rítmica nos regala personajes que nada tienen de inventados. Durante la lectura, tras hacer del riesgo sutura, podemos abrazarles el daño saboreando la textura de esa cicatriz que todos anidamos pero ellos dejan a la vista por obra y gracia de una sabiduría literaria que ya quisieran tantos adalides del realismo sucio sin vida y los poemarios sin poesía.
Finalizo la lectura de tan delicioso volumen y, una vez más, sueño con atragantarme de carne cruda. Sueño en mi garganta su textura.
Pablo Cerezal,
en Vislumbres de El Dorado