Foto: Cesar Tamargo «Maltrago»
“Nadie es profeta en su tierra, hasta que no se encuentra enterrado bajo ella”, escribía el poeta asturiano David González, en Loser, una de sus obras. David, de quien ya nos hemos ocupado en alguna ocasión en estas páginas, falleció el pasado mes de febrero, e hizo bueno su vaticinio, pues en los días posteriores a su muerte las páginas de cultura de periódicos que nunca habían hablado de él le dedicaron sentidas necrológicas, o festivales de poesía en los que jamás le invitaron a participar −con concejales y consejeros de cultura que no lo habían leído en su vida a la cabeza− lo homenajearon en sus programas.
A David, de todos modos, no lo enterraron, fue incinerado, de modo que esos reconocimientos oficiales tampoco parece que vayan a tener mucho más recorrido, y somos sus amigos y sus lectores quienes estamos intentado reivindicar su memoria y, sobre todo, su obra, diseminada a lo largo de los años en pequeñas editoriales, fanzines, plaquettes, libros y discos compartidos, antologías, blogs literarios…
La experiencia carcelaria
Los mundos marginados, por ejemplo, su primer libro, fue publicado en internet y todavía puede descargarse en esta dirección: https://www.babab.com/biblioteca/books/david_gonzalez.pdf. El poemario lleva por subtítulo Poemas de la cárcel (fue en la entrega de este club de lectura dedicada a Papillon, de Henri Charrière, y otros libros de literatura carcelaria, donde lo mencionamos) y en él recoge su propia experiencia en prisión tras cometer un atraco a mano armada cuando contaba diecinueve años, un lance que marcó su trayectoria vital y literaria: fue en presidio, por una parte, donde David comenzó a interesarse por la literatura, a la que entregaría su vida; y, por otra, tanto en ese libro como en otros −sobre todo los de su primera etapa− temas como la cárcel, la delincuencia, las drogas, el SIDA…, cobran protagonismo y, por qué no decirlo, son la razón por la que muchos de nosotros nos interesamos por su poesía y su persona, atraídos por ese contorno del abismo al que nos asomamos, sin riesgo de caer, a través de sus versos.
La obra de David, a la que él insistió siempre en calificar como poesía de no ficción, se caracteriza por su carácter autobiográfico y en ella, más allá de la experiencia carcelaria, aparecen tratados también otros rigores de su existencia, como la enfermedad (la diabetes, su segunda cárcel, como él la llamó), la precariedad (a la que se expuso cuando tomó la decisión de abandonar la fábrica en la que trabajó a turnos como operario durante diez años y dedicarse exclusivamente a escribir) o el presentimiento o incluso la búsqueda premeditada de una muerte temprana, como luego veremos.
Oralidad y poesía narrativa
Por todo ello hemos elegido ese título para esta última entrega del club de lectura, Los mundos marginados, si bien no queremos ceñirnos únicamente a esa obra y recomendamos, en realidad, cualquiera de sus libros: La carretera roja, Ojo de buey, cuchillo y tijera, Ley de vida, En las tierras de Goliat, Sparrings…
Todos son una buena manera de descubrir a este autor e incluso de, a través de él, interesarse por otros poetas, pues en los poemas de David son frecuentes los ecos, las citas y las generosas reivindicaciones de escritores (algunos universalmente conocidos como Raymond Carver, Arthur Rimbaud, Sharon Olds… y otros contemporáneos y compañeros de recorrido del propio David: Vicente Muñoz Alvarez, Ana Pérez Cañamares, Kutxi Romero, Karmelo Iribarren, Eva Vaz, Isla Correyero, Antonio Orihuela…).
Otro de los rasgos de la poesía de David González es, ciertamente, su accesibilidad, la oralidad con que la impregna (“De siempre he oído decir que un escritor ha de escribir tal como habla”, señala en el prólogo de Nebraska no sirve para nada), a lo que se suma la estructura narrativa de los versos, que en muchas ocasiones componen pequeños relatos. David, de hecho, es también cuentista, un buen cuentista que podríamos adscribir al realismo sucio, y en buena parte de sus obras alterna los poemas con narraciones cortas, o incluso podemos encontrar, en el caso de Humillación, uno de sus poemas más logrados y conocidos (el de su abuela, el funcionario de prisiones y la peseta con la cara de Franco), una versión del mismo en prosa.
El punch literario
La aparente sencillez de la poesía de David González, por supuesto, acarrea tras de sí, además del talento innato o la genética y la fuerza propias para lanzar directos a través de la palabra, un arduo trabajo de cincelado y de conocimiento de recursos y técnicas literarios, adquiridos de manera autodidacta tras años de lectura voraz. Y así, David González es capaz de desnudar esos poemas y mostrarnos de esa manera el músculo en todo su esplendor. Como, por ejemplo, cuando escribe: “Si el señor es mi pastor/¿quién es mi perro?”; o “Mi perro cada vez se parece más a mí/ pronto dejará de ser mi mejor amigo”.
Esa facilidad para el punch −el boxeo y su terminología es otro de los mundos recurrentes en su obra− le sirve con frecuencia para cerrar los poemas de forma contundente o sorpresiva, a la manera, de nuevo, de algunos cuentos, con una última estrofa o un último verso que nos conmocionan, ponen en danza en nuestra cabeza una constelación de estrellas que arrojan luz mucho tiempo después de morir, o de ser leídos, en este caso. Así sucede en algunos de sus poemas más memorables, aquellos que solía declamar con vehemencia, golpeando con sus anillos sobre las mesas y barras de las decenas de garitos en los que ofreció recitales; poemas como La autopista o como Historia de España, en el que expone magistralmente en una treintena de versos algunas de las infamias, de los nudos todavía sin desatar de nuestra historia más reciente.
Como antes hemos anticipado, la muerte y su acecho, su presencia constante, es otro de los temas que se repiten en los textos de David González.
El escritor asturiano nació en San Andrés de los Tacones y durante una época firmó incluso sus obras como David de San Andrés, tal vez tratando de fijar junto a su nombre unos orígenes anegados por la construcción de un pantano que obligó a su familia a trasladarse a Gijón; o tal vez renegando de su propio padre, en un arrebato sanguíneo, a los que David era dado −en una ocasión fue detenido por golpear con un paraguas a un policía, o se enemistó muchas veces con otros escritores, a veces de manera injusta, y, siempre con razón, con políticos y mandarines de la cultura−; tanto lo uno, la tensa relación con su padre, con quien de todos modos también se mostró reconciliador en algunos poemas, como lo otro, su casa natal y su infancia en San Andrés de los Tacones, son temas que se repiten en sus libros. Al igual que la muerte, decíamos unas líneas más arriba.
Crónica de una muerte anunciada
El escritor asturiano, falleció el pasado 6 de febrero, víctima de un cáncer de esófago. Tenía 59 años y había vivido casi una década más de lo que él mismo había calculado o deseado para sí mismo, como nos repetía en ocasiones a sus amigos: “Yo moriré antes de los cincuenta”, o como intentaba en ocasiones propiciar, de nuevo de manera impulsiva, por ejemplo cuando en 2016 tras una farra alcohólica y psicotrópica de varios días anunció en su redes sociales y en una entrevista en prensa su intención de autodestruirse: “Drogas, mujeres, dobletes y tripletes y así hasta que el cuerpo ya no aguante…”.
La sombra y la profecía de esta muerte anunciada se puede seguir a lo largo y ancho de sus libros: “Yo todavía no tengo cáncer”, escribe, por ejemplo, en uno de los relatos autobiográficos de Sparrings; o, sobre la trascendencia de su obra, vaticina en un poema del mismo libro: “Con el tiempo/yo también puedo llegar a ser eso:/ una fotografía/ en blanco y negro/ y tendré suerte/ muchísima suerte/si alguien/algún día /en alguna parte/me/mira”.
Contra esto último, algunos de sus lectores y amigos estamos, como decíamos, reivindicando su memoria y la importancia e influencia de su obra en la poesía española de las últimas décadas, de tal modo que próximamente verán la luz diversos homenajes y libros dedicados al escritor asturiano que esperemos que sirvan para colocarlo en el lugar que le corresponde: en lo alto del podium o, acaso, seguramente, como él habría preferido, en el centro del ring.
Y respecto a su muerte, David tuvo todavía, después de su intento de suicidio pasivo, una última recompensa, como fue reencontrarse y recorrer ese último tramo de su vida junto a uno de sus primeros amores, su compañera Mari, que lo acompañó y reconfortó en sus últimos momentos, en los cuales David aceptó de manera serena su convulsa existencia, su destino y su final, tal y como dejó escrito en La última palabra, poema incluido en su libro póstumo La canción de la luciérnaga: “Cuando la vida/se te pone en contra/ y pensar en luchar contra ella/no es más que otra de esas utopías/ solo la muerte/tiene la última palabra./Solo la muerte, repito,/ tiene la última palabra./La palabra/ que cierre/ el último poema./ Fin/.
Patxi Irurzun