MOTIVOS PARA LEER A APE
Óscar Esquivias
Los motivos para leer a Ape Rotoma son, supongo, los mismos que para fumar: por puro placer y, en seguida, por adicción irresistible. La poesía de Ape no es inocua y tiene sus riesgos. Es posible que algunos lectores encuentren sus versos demasiado alquitranados, pegados al asfalto de la vida cotidiana, ásperos para la garganta y los pulmones. El propio autor (quizá con la misma intención admonitoria que los avisos de las autoridades sanitarias en las cajetillas de tabaco) advierte de que su poesía en realidad es casi prosa (a ese “casi” le da mucha importancia) y confiesa que es un vicio que no consigue abandonar. A veces se pasa largas temporadas sin escribir nada, pero cuando menos se lo espera le atrapa la dulzura del «primer paseo / por caminos no olvidados aún del todo» y vuelve a caer. Los poemas de Ape Rotoma tratan fundamentalmente sobre sí mismo, sobre sus pensamientos y su vida cotidiana. Sus versos son siempre espontáneos, algo malhablados, escépticos, simpáticos, sensibles, con buen corazón, también con mala suerte, como chavales criados en la calle, tímidos y descarados a la vez, acostumbrados a la intemperie y a fumar desde niños.
Ape escribe con la cadencia del habla, su mismo fraseo y la enorme potencia de la oralidad. El lector escucha una voz sin artificios, como la de un amigo íntimo que comparte confidencias. Las líneas en blanco entre estrofas parecen breves silencios que Ape aprovecha para dar una calada o prender un nuevo cigarrillo (me imagino su mesa llena de libros, bolígrafos y mecheros de colores que coge a tientas, sin necesidad de mirar).
A su manera, Ape Rotoma es un filósofo, aunque seguro que él no se calificaría así y le parecería un término exagerado. Pero lleva filosofando al menos desde los once añitos, cuando tuvo una iluminación e intuyó que todo en el mundo es un sinsentido, que ninguna explicación metafísica sirve para comprender el misterio de la vida. Ape ha cultivado esta visión escéptica y una vocación de eremita, de modesto Diógenes arandino que agradece la presencia de un rayito de sol que espante ese frío burgalés que tanto se parece al recuerdo del dolor (eso dice él en preciosos versos). Ape, como los sabios antiguos, aspira a la imperturbabilidad del ánimo, a la serenidad, aunque no siempre lo consiga (el dinero y el amor, tan esquivos, a veces se lo ponen difícil). Tiene costumbres sencillas: acostarse temprano, leer mucho, ver películas, editar paciente en la Wikipedia –aunque le amenacen con borrar sus artículos–, escuchar canciones de Javier Krahe, leer a Karmelo Iribarren y a otros poetas también un poco filósofos que a menudo viven en provincias tristes y lluviosas. En algunos poemas de Ape puede intuirse una música secreta, como si fueran letras de esas canciones un poco canallas que suenan cuando cierran los bares («No sé qué me ha dado, chica, / pero hoy te quiero muchísimo») y que él nunca llega a escuchar porque a la hora a la que echan la persiana los locales nocturnos (casi a la que la levantan) lleva ya mucho tiempo dormido.
El humor está muy presente en los versos de Ape y esto le distingue de la mayoría de los poetas. Es capaz de dedicar un poema a Rompetechos y otro a Geena Davis en traje de baño. Cuando pasa por la Plaza Mayor de Aranda recuerda que, según algunos, vista desde el aire, parece un ataúd. Pero Ape no se entretiene allí en contar cadáveres, como haría un desesperanzado hijo de la ira, sino que se recrea en el espectáculo de la vida cotidiana, en ver pasar a sus vecinos bajo la nevada, como si fueran figurantes de una película navideña (bueno, «navideña» según los criterios de Ape, o sea, bastante gamberra). En sus versos, a pesar de los desengaños, de las estrecheces, de los trabajos alienantes, de las deudas y el desamor, también hay un mensaje vitalista: así, un amigo, una canción, una película, un bikini o un rayo de sol pueden bastar para que se sienta a gusto y reconciliado con la vida. Y yo, cuando pienso en las cosas sencillas que me hacen feliz, me acuerdo siempre de los poemas de Ape Rotoma.