Yo entonces era menos escéptico, más dado a los efluvios cándidos de los brebajes ancestrales y venenosos, como el anís y el bourbon y el tequila. Adoraba los iconos de la solapa frontispicia de mis libros, a ese tal filósofo de alta gama que llamaban Paquito Umbral, y a ese otro poeta de nombre solemne al que nombraban Emilio Cioran. Me desoxidaba de la tentativa de uno con el clavo oxidado del otro, y así, de tono almagre en todo almagre, cogía algo de oxígeno para campear, zigzagueante, las llanuras desbarrancadas de la mirífica noche. A veces algo me vapuleaba un poco, tras ingerir una botella de tequila y digerir liminarmente el bosquejo hembra de un rechazo incierto, corredizo, un rechazo que tenía un poco como de nube desfondada por el candilazo del alba, así que, inconcluso, pulsaba nuevamente la tecla zascandil herido y, en el organigrama blando de la barra, al camarero le pedía dos copas, una para mí y la otra contra el rechazo. Lleno de literatura y noche, y de tequila, filosofaba con el fuego etílico de la hembra las causas líricas del catre pugnaz, del tálamo contubernal, las pertubaciones sísmicas de la dialéctica cohabitativa, y me iba acercando, de oca en oca, de filósofo a poeta, siempre farfullando, farfullando para transustanciar mi sed primitiva de pasotes y descarrío de amor propio en orgasmo devoto, para extemporizar los lenguajes anacrónicos del clímax a la retórica catequizada del flirteo, de la conquista diletante, pero entonces ella se levantó, apuró su tequila y se despidió premiosa, glosó un nombre oblicuo y el número de teléfono en un trozo de papel que traspapelé luego, pero al que llamé inmediatamente, con la butaca de la chica aún caliente, y hablé con un tal Pedro, que era camionero, creo, y santo.
Joan Casavila