No tanto por la película en sí, que tiene sus luces y sombras, puntos a favor y en contra, sino por la adaptación que hace de la obra de Valle-Inclán, que logra transmitir al espectador su espíritu bárbaro y esperpéntico, Divinas palabras (1987), de José Luis García Sánchez, ha superado con creces la prueba del algodón.
Demasiado cómica y frívola, quizás, sobre todo en su primera parte, y con dos protagonistas, Ana Belén e Imanol Arias, poco acertados (por demasiado icónicos y mediáticos) para la ocasión, la película va ganando peso a medida avanza el metraje, captando la atmósfera envilecida de la obra de Valle, su trasfondo degenerado y mezquino, y dejándonos finalmente estupefactos ante tanta degradación moral.
La estupenda recreación que hace, además, de la Galicia profunda, ancestral y retrógrada, y el magnífico elenco de actores secundarios que reúne (con un Paco Rabal que borda su papel y un Juan Echanove que se llevó el Goya a la mejor interpretación masculina de reparto), dan credibilidad y solvencia al tremendo drama que representa.
No abundan en nuestro cine, por otro lado, las adaptaciones de la obra de Valle-Inclán, uno de los autores más transgresores de nuestras letras, y de las pocas que existen, Divinas palabras (junto a Luces de Bohemia, de Miguel Ángel Díez) es seguramente la que mejor logra captar el espíritu crítico e iconoclasta, despiadado y feroz del autor gallego.
Ideal para estos tiempos de impostura y doble moral que estamos viviendo.
Vicente Muñoz Álvarez