DAVID GONZÁLEZ, POETA por PATXI IRURZUN



“Fue el último de una estirpe de poetas. El último bohemio”

No llegamos a tiempo, David. Pero seguimos adelante. Como esos boxeadores sonados y tenaces, que necesitan besar la lona para levantarse de sí mismos una y otra vez. El último golpe fue duro, mortal. Tú sabías que no lo podías esquivar, así que decidiste encajarlo con dignidad, convirtiendo, como siempre hiciste, tu derrota en una victoria por puntos, en ese combate a muerte que fue para ti la poesía.

El pasado 6 de febrero conocimos la dolorosa noticia del fallecimiento del poeta David González. Llevaba enfermo algún tiempo y en las últimas semanas algunos de sus amigos y admiradores trabajábamos contra reloj −contra ese implacable reloj de sol en que todas las horas hieren y la última mata− en un libro de homenaje y agradecimiento. No llegamos a tiempo, porque no acabábamos de creernos y de aceptar que un día ya no estaría con nosotros; porque pensábamos que también esta vez se pondría en pie. Vicente Muñoz, su amigo del alma, expresó lo que todos sentimos cuando se fue: nos hemos quedado huérfanos. Nuestro consuelo es saber que, al menos, en sus últimas horas David todavía pudo leer algunos de los textos que escribimos para él.

Todas las biografías de David cuentan que se hizo poeta en la cárcel, pero él, sin saberlo, ya amasaba versos mucho antes −versos como piedras arrojadas contra las ventanas, como escribió Raymond Carver−. Por ejemplo, cuando las aguas del pantano lo arrastraron del pueblo en que nació, San Andrés de los Tacones; o cuando se miró las manos por primera vez y supo que los niños siempre las tienen limpias. Muchos, es cierto, llegamos a David por aquellos primeros poemas de la cárcel, atraídos por el halo de malditismo que siempre lo acompañó y que él no se encargó de disipar, porque no podía hacerlo, porque no había ninguna impostura en ello: David fue un poeta de barrio, de calle y callejón, de trena y acería industrial. Y estaba orgulloso de ello. Fue, pues, tal vez un poeta maldito, pero −como escribió otro de sus amigos, el músico y escritor Ángel Petisme− más malditos son los burócratas de la poesía que se reparten premios, prebendas y cargos y que lo silenciaron.

Yo conocí a David a finales de los ochenta, cuando algunos de nosotros todavía soñábamos con vivir de la literatura. Nos enviábamos por correo cartas con nuestras primeras publicaciones, nos encontrábamos en viajes al fin de la noche, en los que David siempre apuraba con más ansiedad que nadie la vida y las madrugadas, como si fueran las chustas de sus cigarros. Los demás acabamos rindiéndonos, aunque fuera a medias, pero él no tiró la toalla, abandonó la fábrica para vivir de la poesía, sabiendo que en esa apuesta los que ganaban eran la pobreza y el invierno. Y así se mantuvo, escribiendo y leyendo cada día en su casa de la Plaza de la Soledad, en Cimadevilla, a pesar de las noches infinitas, en las que golpeaba con sus anillos los atriles y la barras de los bares, mientras recitaba con la contundencia de las piedras sus versos como cantares de ciego.

David González fue, seguramente, el último de una estirpe de poetas. El último bohemio. Y, sobre todo, un escritor inmenso, cuya poesía ha marcado a fuego a cientos de lectores y escritores, como demuestra el libro que le debemos y en el que colaboran un centenar de poetas y músicos.

El cáncer le arrebató la vida y en las últimas semanas la voz, pero David se levanta una vez más, indomable, de la lona, porque nos dejó sus versos, que todavía seguimos oyendo y leyendo, en la veintena de libros que escribió y que desde aquí reivindicamos.

David, amigo, hemos recogido tus guantes. Descansa en paz.


Patxi Irurzun, en Noticias de Navarra

Foto por César Tamargo


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