Bloody Christmas
Navidades felices
o quizás sangrientas;
la madre asesina al hijo
el hermano se enajena
cocodrilos hambrientos
Dorothy Smith adornaba el abeto
navideño de su hermoso chalet de Miami. Era Nochebuena y toda la familia se
reunía a cenar en su casa. Hacía nueve años que su esposo había fallecido, y
aunque sus hijos se llevaban de pena, querían seguir con la tradición familiar.
El matrimonio Smith aumentó con el nacimiento de Saúl al año siguiente de la
boda. De eso hacía la friolera de cuatro décadas. En la siguiente Navidad, se
unió al triángulo Bill. Pasó un lustro hasta que llegó Peter; el peque de la
familia. Un pentágono maravilloso hasta que Saúl se casó con Telma. Y la
familia volvió a crecer año tras año. Primero con el hijo de ambos, Saulito.
Seguido, con Mirian, la esposa de Bill. Al año siguiente, fue Minnie; el retoño
de la nueva pareja quien se unió a las fiestas. Y consecutivamente, Helen la
novia de Peter y sus mellizos. Desde la
llegada los gemelos, Helencita y Johnny, el clan había permanecido inmutable.
Un puñado de personas repletas de hipocresía.
Eran las nueve de la noche cuando
Dorothy, auxiliada por Telma y Mirian, sacaban los suculentos manjares a la
mesa. Dorothy era la anfitriona perfecta. Pese a ser sesentona, todos la
envidian; su look era de lo más cool y su belleza seguía sempiterna: la
mismísima Jessica Lange en American Horror Story. Durante la ingesta del primer
plato, estuvieron muy amables. En el segundo, Saúl empezó una azarosa discusión
con su cuñada Helen. La cosa terminó con el cuchillo jamonero sobre la mano de
la mujer que chilló mientras los dedos sangrientos no dejaban de gotear; el índice
y el anular, bailaban sobre el
mantel.
—¡Cógelos!!! Y vámonos al
hospital a que me los injerten. ¡Ayayay!!! ¡Malnacido! —chilla estrepitosa la
víctima.
—Pero Bill —su esposo— estaba pegándose con su hermano. Y para rematar: le clavó el tenedor en un ojo. El silencio inundó el salón. Saúl cayó sobre la alfombra. Dorothy le quitó leña al fuego:
—Tranquilos hijos. A Helen le
coso los dedos. Después, me encargo de Saúl… Tú tranquilo, hijo mío —le dice al
tuerto— ya sabes que mamá fue enfermera.
—Madre no te preocupes por mí,
soy un guerrero como el papá —dice Saúl antes de sacarse el arma homicida del
ojo sin tan siquiera pestañear.
La sangre riega su rostro, pero
la reemprende con su hermano, deteniendo la hemorragia con una servilleta. Lo
mismo que utiliza Helen para sus dedos.
La espectacular mesa, se ha
convertido en un campo de batalla. Vuelan panecillos, verduras, platos y
enseres…
—¡Hija de puta! Cómo mi padre se
quede tuerto, te juro que te saco un ojo con mis propios dedos —vocea Saulito a
su prima Minnie.
—No te atreverás. Si me tocas te
juro que te meto un cuchillo por la boca —grita la niña.
Los gemelos, que tampoco se
soportan, se retuercen el pelo y Telma la emprende con Mirian: están pegándose
zarpazos como verdaderos felinos. Nadie se da cuenta que Peter (el hermano
pequeño) ha desaparecido…
—Te odio ¡guarra!
—Y yo a ti ¡cabrona!
Braman las damas convertidas en
leonas.
—Voy a dejarte la cara como un
mapa. Ni el mejor cirujano plástico del mundo podrá arreglártela —grita Telma.
—Y yo te filetearé tu culo seboso
—vocea Mirian.
—¡Ah, sí! Habéis venido porque no
tenéis donde caeros muertos. Aquí, ¡a pedir dinero! ¡No os daremos ni un puto
dólar!
De repente, suena un disparo en
el piso de arriba. Segundos después, Dorothy se asoma a la barandilla de la
escalera, pistola en mano:
—Aquí hay un problema más grave. Helen olvídate de tus dedos y tú, Saúl, a partir de ahora serás tuerto. Peter
está muerto; estaba robando las joyas de la familia. Cuando lo pillé, me dijo
que si chillaba o pedía auxilio me pegaba un tiro.
—¿Y?... —pregunta Saúl.
—Discutimos y, accidentalmente,
el revólver se disparó. Está en medio de la habitación con un agujero en la
barriga.
—Madre, ¿cómo has podido?
—Pregunta Bill.
—Me defendía: os lo juro.
—Claro —dice Saúl—. Como el ventanal que le cayó a papá hace nueve años y lo decapitó. Aflojaste las bisagras porque cuando se emborrachaba —bastante a menudo, por cierto— te pegaba más de una leche.
—Dejémoslo estar… —comenta la madre.
—¿Qué propones? —Secunda Bill.
—Lo mejor para todos será que
llamemos a la policía —insinúa Helen.
—¡De eso nada! ¡Chitón!!! —vocea
la mater familia, autoritaria—. Descuartizamos a Peter y lo echaremos en los
Cayos. Los cocodrilos harán el resto. Tú, Helen —le dice a la viuda— ni
rechistar. Estabas de tu marido hasta el moño. ¡A trabajar! ¡Ya está
solucionado!
Bajan el cadáver por la escalera
enrollado en la alfombra de cachemires del dormitorio. Saúl va delante,
sujetándole los pies y Bill detrás, asiéndolo de los hombros. Dorothy
guiándolos. La cabeza del muerto pende hacia atrás. Depositan el cuerpo yacente sobre la mesa de Nochebuena, y, entre todos, lo trocean. Acabada la faena, la madre
saca varios plásticos y los reparte.
—¡Venga! Metamos los trozos en
estos sacos. Hemos hecho un trabajo estupendo. Alto, Saulito. La cabeza se
queda en casa.
—¡Caray, madre! ¡Qué obsesión con
las cabezas! —manifiesta Saúl de mala leche.
—Bueno, son mis trofeos.
—¿Las cabezas? —pregunta Telma,
lenta de reflejos.
—Sí, las cabezas —repite
Dorothy—. Si no te callas después vas tú.
—¡Buaaa!!! ¡Buaaa!!! —la mujer rompe
a llorar.
—¡Deja de lloriquear, zoquete!
Era broma. Me quedé la de mi esposo para darle un entierro digno. Lo mismo haré
con la de mi hijo Peter. ¡Así pongo flores cuando me apetece! —vocea Dorothy,
como una posesa.
—¡Hala! A echarlo a los Cayos
—finiquita Saúl.
Sacan los pedazos del cuerpo en
diferentes bolsas. Las meten en la camioneta y emprenden la marcha cantando
villancicos. Forman una coral siniestra con sonrisas macabras y alguna que otra
mancha sanguinolenta, en sus trajes. A pocos kilómetros, aparcan en una zona
cercana a los Florida Keys. Una a una, sacan las bolsas con los restos de
Peter. Dorothy, delante –linterna en mano— dirige la comparsa.
—No acercaros demasiado que por aquí
hay demasiados cocodrilos sueltos —sugiere la matriarca de la Santa Compaña.
Asestan diversos tajos en los
paquetes para que los aligátores huelan los trozos de carne y los devoren como
un suculento manjar navideño.
—Una, dos, tres, cuatro, cinco,
seis, siete, ocho, nueve, diez, once y ¡doce! Ya está. ¡Bravooo…!!! —palmea,
Dorothy, pegando saltitos.
—Madre que era tu hijo
—manifiesta Bill.
—¿Y qué? Era un zángano —contesta
ella sin inmutarse.
Unos ruidos los alertan. Enfocan
hacia los manglares. Una marabunta de reptiles comienza a zambullirse en el
agua. A los pocos minutos, empieza un baile salvaje para ver quién se lleva la
mejor parte. La familia al completo se despide con grotescas palabras.
—Jua, jua, jua… ¡Adiós, adorado
hijo!
—Jejejeee… ¡Adiós, querido tío!
—Jijiji… ¡Bye Bye, estimado
hermano!
—Hasta nunca, amado esposo.
—Papi eras feo y no te queríamos.
Allí serás más feliz.
—Cuñado, polla floja y enana,
quise que me la metieras y no lo hiciste ¡qué te den!
—¿Qué has dicho, Mirian?
—interpela Bill.
—¿Acaso tú no te lo montas con
Helen, su querida viuda? Por nombrar alguna de tus amantes…
—Está bien. Ya lo sabemos, en nuestra
familia ¡viva el totum revolotum! ¡Viva la anarquía! Jajajaaa… Jajajaaa… Jajajaaa… —replica el
marido riendo, histérico.
Acabado el ágape réptil, la
familia, vuelve a casa entonando Jingle Bells. Terminan la cena con una gula
incontenible. Pero la noche no acaba bien. Días después, hallan la mayoría de cabezas
del grupo. Los cuerpos son un misterio por resolver.
© Anna Genovés
Revisado el 24 de diciembre de 2022
Republicada el 22 de diciembre de 2023
Imagen tomada de la red
*Relato incluido en el
libro de relatos La caja pública. Asiento propiedad intelectual 09/2015/427.
Disponible en formato papel en Amazon. ISBN-10: 1502468433 ISBN-13:
978-1502468437
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