LOBO COME LOBO: Prólogo de Antonio Javier Fuentes Soria.


 


Me ha jodido con premeditación y alevosía, me ha enviado el puñetero libro en pedeefe y me ha privado de entrar en la librería de guardia, de buscarlo, de encontrarlo por fin, de olisquearlo, de dejarle las cuatro perras a esa dependienta con pinta de ratón de biblioteca (tan distinta a las de Zara) y de salir cruzando la puerta victorioso, con la sonrisa dibujada del niño que calza zapatos nuevos. Me ha privado, también, de la parada en la puerta, de ese arrebato de impaciencia que te asalta y que, irremediablemente, te obliga a meter la mano en la bolsa, sacar el tesoro recién encontrado, y abrir, al azar, cualquiera de sus páginas, en medio de la acera, y de sentir cómo, entonces, tu mundo se para mientras el del resto de los mortales sigue girando. Y me ha robado el pálpito de la lectura agitada en todos los putos semáforos que se tiñen de rojo en el largo trayecto que une mi casa y la santa basílica de mi librero. Me ha privado de esa ansia brutal y enfermiza que te asalta cuando encuentras literatura de la buena. Me ha privado, en definitiva, de todo lo que siento cuando invierto algunas de las pocas monedas que tienen a bien anidar por un tiempo en mis bolsillos, en comprar un libro de Bukowski, de Fante, de Wolfe, de Montero Gonzalez.

El lobo aúlla y te acobarda, y lo hace en cada una de sus líneas, en cada uno de sus versos. En el universo poético contemporáneo resulta difícil encontrar un club de carretera en el que ofrezcan desnudos integrales, y aquí, sentado en primera fila, la cosa te intimida hasta el punto de tener que taparte los ojos. Ajeno al artificio superfluo y redundante, el lobo te enseña los colmillos y te ataca sin rodeos, ¿querías caldo?, pues tres tazas.

A veces, no siempre, pasa con los libros. Pasa, sobre todo, con los buenos libros, con los buenos libros de poesía. Pasa eso, que descubres en cada página un espejo, pasa que te asustas, pasa que comienzas a pensar cosas extrañas, pasa que te vuelves paranoico y te preguntas si el autor te ha estado espiando durante todos estos años, si ha abierto una rendija en la cuarta pared del escenario de tu nada interesante vida.

Te sientes, en cierto modo, invadido. ¿Qué hace un tipo que no me conoce de nada hablando de mis propias miserias? Y pasas página, y vuelves a las ya leídas, y te encuentras una y otra vez, y lo haces ahora con escasas ganas de mirarte a los ojos para no tener que, de nuevo, descubrirte.

Y el tipo escribe bien, con profundidad y dinamismo, como los buenos. Esta mezcla me fascina. No es fácil eso de cavar y apartar la arena mientras el lector asiste atónito a su propia caída en un pozo infinito.

El lobo te clava su feroz dentadura en las primeras líneas y no te soltará hasta que, exhausto, decidas parar un rato. Pero no quiero caer en lo que el propio autor define como “papiroflexia palabrera”. “No vengas a pedirme azúcar” advierte casi al inicio en una especie de inventario de directrices poéticas propias. Es como un cartel que cuelga de la puerta en el que sugiere lo que vas a encontrarte al cruzarla. Cuando la cruces, conocerás el crudo invierno y sabrás de qué te hablo.

El universo de los escritores malditos está repleto de una especie de desleales que reniegan del poeta, de tipos que huyen de ser catalogados como tal. Bukowski comenzó a escribir poesía porque odiaba a la poesía y aún más a los poetas. El lobo viaja en ese mismo barco, te lo suelta a bocajarro y es un mensaje que subyace en cada renglón del libro. El problema, alguien tendría que decírselo, es que el agua del rio acaba, finalmente, siendo, lo quiera o no, agua de mar.

Reniega, además, de todo lo que se mueve, de lo que permanece inmóvil, de esta sociedad, del individuo, del colectivo, de la epidemia de incultura que silenciosa se expande entre nosotros, de la tiranía de quienes nos manejan, de los poderes establecidos; reniega de ti, de mí, e incluso de sí mismo.

Tienes ante ti un libro imprescindible si eres de esos tipos raros que se calientan con los versos impúdicos, con ese tipo de poemas de alcantarilla a los que algunos llaman realismo sucio, un libro repleto de verdades como puños que te romperán el hocico y a los que volverás, seguro, para que te lo partan de nuevo.

Te dejo, amigo lector, solo ante el peligro. Tiembla al descubrir que un animal poético, oculto y mudo, te observa.

Antonio Javier Fuentes Soria,
prólogo a Lobo come Lobo,
de Rafael López Vilas
(Versátiles Editorial, 2019)


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