Segunda novela de la trilogía de los pantanos de Daniel Woodrell, después de Bajo la dura luz. Volvemos a encontrarnos con René Shade, boxeador retirado e inspector de policía, y protagonista de la anterior entrega, quien tiene que investigar el atraco a un local en el que varios peces gordos (de la mafia y la política) jugaban su partida de cartas. Aunque para ello tenga que utilizar métodos sucios. Detrás del robo están varios tipos que pertenecen al Ala, “una hermandad de convictos blancos, una especie de cártel con implantación a nivel nacional que se mantenía en contacto gracias a condenas de tres a cinco años y privilegios en las visitas carcelarias”.
Woodrell es un escritor seco y preciso: va al grano, no se anda con rodeos, cuenta la trama con los elementos imprescindibles y durante la lectura parece que estamos ante una película de cine negro ambientada en esos territorios húmedos y pantanosos que a mí me recuerdan a largometrajes de mi predilección como La presa, El corazón del ángel o Atrapados sin salida (No Mercy). Aquí le bastan menos de 200 páginas para demostrarnos, por enésima vez, que la novela policiaca es la que mejor retrata el turbio mundo que hay tras la política cuando se asocia con la mafia y esa parte de la sociedad que sólo sabe vivir sirviendo a unos intereses relacionados con el poder, la droga y el crimen. No se las pierdan, disfrútenlas en una tarde de lluvia y esperemos que la tercera parte salga pronto. Con esta contundencia termina el capítulo 1:
Al hombre del pelo plateado cuya nuca le había servido para apoyar la escopeta lo tenía a mano, así que se abalanzó sobre él y le asestó un golpe con su acero azulado en aquella elegante nariz de sangre azul, y cuando oyó el crujido y el reventón, supo que a aquel caballero se le iba a quedar una napia de la que contarían chistes en el bar del club hasta el fin de sus días. Con gran satisfacción, vio al tipo caer de rodillas; chorreones rojos le ensuciaban el elegante traje de seda. Entonces dio un pequeño giro, blandió el arma amenazadora y todos los hombres se tiraron en plancha sobre la alfombra cubriéndose en vano la cabeza con las manos. Jadick, en señal de desprecio, disparó sobre el elegante tablero de la mesa e hizo saltar por los aires cartas, vasos de whisky sour, un litro de Rebel Yell, un bote de bicarbonato y los pensamientos de todos los que estaban boca abajo en el suelo. El tapete azul quedó lleno de desgarrones, inservible para futuras partidas de póquer. Mientras salía por la puerta, Jadick gritó:
-¡El universo está en deuda conmigo, hijos de puta, y pienso cobrármela!
[Sajalín Editores. Traducción de Diego de los Santos]