Maravillosa, poética y existencial, y uno de los filmes más fascinantes del cine experimental francés del siglo pasado, Un hombre que duerme (Un homme qui dort, 1974), de Bernard Queysanne, es una metáfora de la soledad y el extrañamiento del ser humano en las grandes ciudades, cómo nos convierten en autómatas y sonámbulos entre la multitud, y de los traumas y patologías que genera esa forma de vida.
Basada en una novela de Georges Perec, la adaptación de Queysanne, un interminable monólogo de Ludmila Mikael, deslumbra y estremece, mientras en la pantalla se suceden sin descanso cientos de bellísimos fotogramas en blanco y negro de la ciudad y las gentes de París, que a modo de gigantesco mosaico, perfilan un complejo retrato de la urbe.
Un estudiante de Sociología (interpretado por Jacques Spiesser, que en toda la película no pronuncia una sola palabra), decide abandonar la carrera y dedicarse a deambular asépticamente por París, sin emociones, rumbo ni metas, simplemente observando y dejándose llevar, en una especie de viaje iniciático y ascético para liberarse de su identidad y fundirse en el espíritu colectivo de la ciudad, hasta que poco a poco la náusea se apodera de él y lo convierte en sonámbulo y monstruo.
La voz en off incesante y abrumadora de Ludmila Mikael (verdadera protagonista del filme), pura poesía, la mixtura de imágenes, sonidos y sensaciones, y las calles, plazas y gentes de París nos acompañan vertiginosamente durante los 78 minutos que dura el metraje, dejándonos un sabor agridulce en la boca y una sensación de desconsuelo y prodigio sin parangón en la historia del cine.
Una maravilla del Séptimo Arte.
Vicente Muñoz Álvarez