Se me perdieron las palabras ante las atrocidades de un mundo que la mayoría asegura civilizado. Se me perdieron la fe y la esperanza en el hombre ante el horror que supone una guerra. Se me perdieron los sentidos y las razones. Pues ninguno me resulta relevante. Cada vez más ajena a lo que me rodea para no naufragar en mis emociones me aferro fuertemente al latido de mi corazón, a ese rayo de sol que ilumina y aún calienta el mundo, al canto de los pájaros, a una mano amiga, a esa sonrisa que cruzas con un extraño en plena calle, al silencio que susurra bellos sonidos ininteligibles y secretos lanzados al viento en la naturaleza, al agua limpia y cristalina de los ríos, al mundo animal que, durante un momento, me reconcilia con nuestra naturaleza humana, destructiva y voraz.
Se me perdieron las ganas de justificar nuestro egoísmo, nuestro canibalismo hasta con el prójimo, nuestra falta de entendimiento, nuestra fealdad. Se me perdieron las ganas de escribir cuentos con finales felices e infantiles que ni yo misma me creo. La cruda realidad lo devora y lo invade todo desde dentro y te lo vomita en plena cara. Una y otra vez. Y tú te lavas el rostro con ese vómito pegajoso y maloliente. Una y otra vez. Mientras se asoma una sonrisilla sarcástica y maligna de Satán, mirando de reojo, viendo satisfecho el espectáculo de la debacle.
Yo intento seguir respirando. Pausadamente. A pesar de todo. Intento que la realidad no me aplaste como una enorme losa y me fijo en ese pequeño gorrión que revolotea de rama en rama y me mezclo con su naturaleza risueña y vivaz durante un instante. Momentos fugaces con destellos sonoros de verdad.
Eva Soliveres