Hay días que sentimos de pronto, desengañados de nuestro arte y de nosotros mismos, un triste sabor de agua en los labios de nuestro corazón. Y pensamos que éste es el sabor verdadero de todas nuestras embriagueces líricas. Las palabras de nuestro arte, que antes nos parecían tan precisas y tan traspasadoras como saetas, se hacen de pronto laxas y embotadas; nuestro tejido lírico, tan recio, tan enramado, se abre en calados enojosos, se deshace, se deshilvana... He aquí todo inútil, de pronto, todo vano y sin sentido, todo vano e incierto menos nuestra congoja... Nos comparamos entonces con cualquier otro y nos sentimos llenos de humildad... Nuestra obra vuelve al ciclo de las posibilidades, al limbo de donde la sacó nuestra voluntad obstinada... Y está aún por hacer, o peor aún, porque está malograda... Y es ahora, como si la mirásemos del revés y contemplásemos en ella cosas sin sentido... Nuestra voluntad se nos aparece como una terca obstinación: y ante la belleza de las cosas que no hemos sabido expresar y ante los enigmas inexpresados de nuestro corazón, nos decimos a nosotros mismos: - Deja ya pues tu empeño, oh hombre torpe...
Pienso que la mayor victoria de un artista sería no dominar su arte, sino abandonarlo...
Rafael Cansinos Asséns,
de El divino fracaso
(Valdemar, 1996)