Cuando, después de la II Guerra Mundial, Henry Miller se instala con su esposa en Big Sur (California), toda una pléyade de escritores y outsiders comienzan a girar como satélites en torno suyo. Primero los poetas de la Beat Generation, los llamados hipsters, deslumbrados por el tono anárquico y exultante de sus obras, esa especie de aura mística y vital de sus novelas en la que ellos se identificaron plenamente. Y después, mediados los años sesenta, los viscerales hippies, que huidos de sus casas buscando una revelación, peregrinaron a Big Sur para conocer al gran gurú del sexo que era entonces Henry Miller. Unos y otros vieron en él a una especie de Mesías, un redentor que frente a la pesadilla tecnicista de Occidente propugnaba un retorno a la naturaleza y al amor libre en la línea de la más pura tradición anarquista americana iniciada por Thoreau y Whitman.
Por aquel entonces Miller rondaba los sesenta años, había publicado la mayor parte de su obra y conjurado las reticencias de la censura y de la crítica. Pero hasta llegar a esa iluminación tuvo que recorrer un largo camino, lo que él mismo llamó sus «ordalías», que fueron el sedimento de sus posteriores libros y que le situaron al borde mismo de la desesperación...
Vicente Muñoz Álvarez,
de El tiempo de los asesinos
(LcLibros, 2019)
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