EL MEJOR CHISTE DEL MUNDO por LUIS SÁNCHEZ MARTÍN



Eran casi las doce y la noche apuntaba a ser larga. Apenas veinte personas en un edificio que, de haber sido ubicado cincuenta metros más al norte, se diría que estaba a las afueras. Pero no, quedó en una suerte de limbo urbanístico en el que simplemente no era céntrico.

Reinaba el silencio. Un silencio opaco, casi húmedo, una suerte de niebla semitangible. Pero intermitente. No era un silencio continuo y absoluto. Un estornudo, un pitido advirtiendo la hora en punto de un reloj digital, el acelerón de un coche que, a pocos metros, tomaba o dejaba la autovía... Y en ese catálogo de invasores acústicos vinimos a ser nosotros quienes se llevaran el premio gordo y alguna pedrea. Nosotros, los tres. Mi hermano, mi primo y yo.

–¿Café? –propuso mi hermano.

Accedimos.

Bajamos lentamente la escalera. Estábamos cansados, llevábamos muchas horas allí. Además, mi hermano arrastraba una severa cojera desde hacía años, lo que ralentizaba aún más el movimiento del grupo. Mi hermano era (y es) mucho mayor que yo. Nunca necesité pronunciar el consabido tópico «podría ser mi padre» porque los hechos hacían innecesarias las palabras: su hijo, mi sobrino, era (y es) dos meses mayor que yo. Mi cuñada dio a luz un siete de julio y mi madre me trajo al mundo el siete de septiembre del mismo año. Mi sobrino y su madre se habían ido dos horas antes y estábamos solos mi hermano, mi primo y yo.

La cafetera estaba abajo, en el pasillo. El bar llevaba un rato cerrado. Mi hermano introdujo una moneda y pulsó el botón del café cortado.

–¿Ahora hay que poner un vaso? –preguntó mi primo.

–No, José Miguel –dijo mi hermano–: hay que echarse un sobre de azúcar en la boca y meter la cabeza ahí debajo.

Acompañó la absurda respuesta con un gesto histriónico, arqueando el cuerpo, bizqueando y sacando la lengua. Mi hermano. Cojo, calvo, con la barba canosa más desastrosa que jamás he visto y más de cincuenta años sobre sus cansados hombros. Mi primo y yo explotamos. Fue una carcajada en toda regla, nos acababan de contar el mejor chiste del mundo, o eso nos pareció. Eran las doce de la noche y llevábamos allí desde las doce del mediodía. Estábamos agotados, nos dolían las piernas y la espalda y necesitábamos ese momento de reconciliación con la existencia más que cualquier otra cosa.

–Señores, por favor –escuchamos. Alguien nos llamaba al orden.

Nos asomamos al hueco de la escalera y vimos, unos metros más arriba, a un guardia de seguridad serio y muy bien uniformado. Yo jamás había logrado planchar tan bien una camisa. Mi hermano jamás había logrado si quiera planchar una camisa. Desconocía (y desconozco) el currículum de mi primo a ese respecto. Hizo como que se ajustaba el nudo de la corbata y continúo diciendo:

–Ya son mayorcitos, joder. Un respeto, que estamos en un velatorio.

–Lo sabemos, somos los hijos del difunto –mi hermano.

–Y yo el sobrino –mi primo, que aún no había logrado borrar el remanente de sonrisa que sobrevivió a la carcajada.

–Disculpe, no volverá a ocurrir –mi hermano de nuevo, zanjando el asunto.

Las doce horas de velatorio que habíamos dejado atrás (faltaban otras doce hacia delante) habían sido un frenético catálogo de llantos, abrazos, idas, venidas y algún amago de crisis nerviosa hasta hacía poco más de dos horas. A eso de las diez todos se fueron marchando y nos quedamos los tres bajo aquella densa y pesada cortina de silencio que tan oportunamente acabábamos de rasgar.

Llenamos los tres vasos (finalmente los pusimos bajo el chorro de café, a pesar de las indicaciones de mi hermano) y volvimos a la sala 4 del tanatorio, segunda planta, la última a la izquierda. Aún con alguna irreverente sonrisa surcando nuestros rostros, más aún si nos mirábamos, nos sentamos en el sofá frente al cristal donde exponían al viejo.

Luis Sánchez Martín,
de Todo en orden
(Chamán Ediciones, 2022)


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