Gus Van Sant dirigió en 1989 Drugstore Cowboy, un descenso al submundo de las drogas y la mala vida, con una cautivadora estética setentera, una banda sonora memorable, un Matt Dillon en estado de gracia y, lo más importante (al menos para mí), un octogenario William Burroughs (autor de El almuerzo desnudo y padre de la Beat Generation) como maestro oficial de ceremonias, gourmet de los psicotrópicos y testigo clarividente de un siglo, el XX, de lo más turbulento y oscuro.
La película, sencilla en su planteamiento, muestra la vida cotidiana de cuatro atracadores de farmacias, su dependencia de los estupefacientes, sus problemas con la policía y su diferente manera de afrontar el destino.
Después de muchos viajes traumáticos, Dillon decide buscarse a sí mismo y limpiarse por dentro, deja la banda y las drogas, le abandona por ello su compañera (la deslumbrante Kelly Linch) y las cosas toman a partir de entonces un rumbo trágico.
Hay quien afirma que Drugstore Cowboy ha envejecido mal, que no refleja el mundo real de los yonquis, que es demasiado blanda y esteticista, etcétera. A mí me sigue pareciendo una gran película, icono de una época que recuerdo con nostalgia, y una visión muy acertada de la Norteamérica subterránea.
De lo mejor, en cualquier caso (junto a Mi Idaho privado y Todo por un sueño), de Gus Van Sant, y un impagable regalo para los incondicionales de Will Burroughs.
Vicente Muñoz Álvarez,
de Películas para llevarse al Infierno
(LcLibros, 2018)